Lo ocurrido en plena jornada de ratificación de los resultados electorales ha causado estupor. El derrotado Donald Trump azuzó a sus seguidores, previamente llamados a Washington. ¡Nos han robado las elecciones! La turba no se lo pensó dos veces y marchó hacia el Capitolio con sus banderas confederadas y demás arreos. Solo nos ha sido ahorrado el penoso espectáculo de la desbandada de los señores congresistas y senadores. A nadie se le habría ocurrido que se pudiese asaltar el Capitolio con tanta facilidad, pues hace poco se demostró que ni siquiera era posible rodearlo pacíficamente con ánimo de protestar contra la barbarie policial. Al parecer, hubo cierto compadreo entre los asaltados y los asaltantes, con algún glorioso selfie de por medio.
Mucho me ha llamado la atención que Trump, después de azuzar a los suyos, de dar largas al despliegue de la Guardia Nacional, después de decir que ama a los asaltantes, unos patriotas dijo, se declare indignado por el atroz ataque al Capitolio, anunciando que quienes hayan quebrantado la ley, lo pagarán. Una forma de salvarse a sí mismo in extremis, una manera de tirar la piedra y esconder la mano, y una manera de dejar con el culo al aire a quienes se dejaron llevar por sus incendiarias predicaciones. Mucho no le importan, ni siquiera teme perderlos. De lo que se deduce que lo ocurrido no tiene el rango de un golpe de Estado, ni tampoco el de preparativo para un golpe de Estado.
Simplemente, lo sucedido, tan pintoresco como invertebrado, es una prueba más de que el sistema político norteamericano se encuentra en crisis. La sociedad está dividida en dos bandos que habitan en realidades distintas. No es un buen augurio, porque esto viene de lejos y va claramente a peor.
Se le echa la culpa a Trump, a las fake news, al papel de los medios de comunicación que le rieron las gracias, a la insensatez del Partido Republicano, al elitismo del Partido Demócrata y, por supuesto, a los deletéreos efectos de las redes sociales, dedicadas al cultivo profesional de la irracionalidad que tantos beneficios reporta a sus propietarios. Es fácil olvidar que en el origen de todo esto están la pobreza, la desigualdad, la falta de horizontes y la dignidad herida. Trump es un síntoma, como lo fue el Tea Party. La enfermedad: la demencial conducción económica que caracteriza al sadocapitalismo contemporáneo, una máquina de destruir partidos políticos, particularidad que se suele soslayar a mayor gloria de la perpetuación de dicho capitalismo. Trump ha servido para tapar esta indignante realidad, para distraer al personal con un espectáculo de feria.
Este curioso personaje llegó a la presidencia haciéndose eco de la miseria de la gente y dando curso a la rabia acumulada contra el establishment que la causó. No por otra razón se le considera un campeón del populismo. Pero, atención, a este bocazas ni se le pasó por la cabeza hacer algo para remediar el sufrimiento del pueblo llano. Como era de esperar dados sus antecedentes, jugó a favor del famoso 1 por ciento, y en contra de los intereses de sus votantes (de lo que estos, curiosamente, no se han percatado aun). Y precisamente por ser un hombre del establishment ha podido llegar hasta donde llegó. La gracia ha consistido en dárselas de outsider, lo que ya es el colmo, pero también un clásico (no es el primero que llega al poder como de nuevas y con la fingida pretensión de drenar la ciénaga…).
Habrá quien piense que, derrotado Trump –como yo predije en este mismo blog con meses de anticipación–, ratificada a altas horas de la madrugada la victoria de Joe Biden, Estados Unidos volverá a la normalidad, o al menos a alguna forma de nueva normalidad. Yo soy muy pesimista, por varios motivos. No creo que Biden, que ahora parece encantador por comparación, vaya traicionar al 1 por ciento al que sirvió con denuedo toda la vida. El problema de fondo no será ni siquiera abordado (como tampoco lo abordó el gatopardista Obama). Trump ha hecho bueno a Biden, e incluso muy bueno, pero eso no sirve de garantía. Seguro estoy, además, de que Trump no se va a retirar por las buenas, ni aunque lo metan preso. Y como tiene setenta millones de votantes, cualquier cálculo que se haga de aquí a 2024, se verá necesariamente afectado por su pesada gravitación. Y ya vendrá alguien más joven a hacerse cargo de cabalgar la bestia.
En cuanto a nosotros, más nos vale tomar nota de lo siguiente: para ocultar la tremenda crisis social provocada por el derrumbe parcial de la pirámide de Ponzi planetaria, se ha visto a los hábiles publicistas del sistema desviar la ira de las víctimas del latrocinio hacia los chivos expiatorios que estaban más a mano: los extranjeros, los hispanos, los musulmanes, los afroamericanos, las feministas, los homosexuales, los políticos, y ahora mismo la democracia, supuestamente amañada de raíz. Esos publicistas llevan años con los mismos rollos fascistoides, atacando lo que ellos llaman “corrección política“(entendida como la defensa, ni siquiera leal, de principios ilustrados básicos que a ellos les traen sin cuidado). Cualquier sociólogo podía saber dónde estaban las bolsas de descontento y qué historias tendrían más gancho. Un juego de niños, a condición de no tener el menor respeto por la verdad y de contar con generosos patrocinadores tipo Robert Mercer.
Llevamos no sé cuantos años oyendo las barbaridades que se dicen del otro lado del Atlántico, y encima ahora las tenemos que soportar aquí mismo, pues todo se copia menos la hermosura. Las mismas técnicas, los mismos argumentarios…¿Qué es Biden? ¡Un comunista! Barack Obama, otro comunista, es un pedófilo, como el papa Francisco… Esta locura tiene su historia: el menor indicio de preocupación por el bien común es señal de criptocomunismo antipatriota y de vicios inconfesables. La señora Clinton y otros de su clase y condición tienen o tenían una red de pedofilia con sede en una pizzería… La señora Merckel es hija de Hitler. El coronavirus no existe, y si existe es porque Bill Gates y George Soros así lo han querido, con la pérfida intención de inocularnos un chip so pretexto de vacunarnos.
Lamentablemente, no podemos reírnos de la empanada mental de ciertos trumpistas, porque aquí mismo hay quien consume a placer el veneno, sin preocuparse por los efectos sobre el cerebro. Así que no es casual que, de pronto, de por sí sorprendidos ante el uso de la bandera de España, que ni que fuese la bandera confederada del Sur airado, tengamos que desayunar con la alucinación de que en España tenemos un ilegítimogobierno socialcomunistay con la advertencia de que tenemos que cuidarnos de Georges Soros. ¡Uf! Así se empieza…