jueves, 11 de marzo de 2021

ISABEL DÍAZ AYUSO COMO SÍNTOMA

    Visto lo visto en Murcia, la lideresa madrileña, temiendo lo que le pudiera pasar, ha reaccionado sobre la marcha, pillando a todos desprevenidos. Ha dejado cesantes a sus socios de gobierno, ha disuelto la Asamblea y convocado elecciones. Se nos presenta como la gran defensora de la libertad, decidida a plantar cara a los socialistas –a la no libertad norcoreana  o bolivariana–, necesitada, añade, de hacerse con una mayoría absoluta.  (Véase el post anterior sobre el uso que hace la neoderecha del vocablo libertad.)         
   Que esto ocurra cuando estamos lejos de haber salido de la pandemia (cuando sí o sí se tenían que aprobar los presupuestos para hacer frente a las necesidades más acuciantes de los madrileños en apuros), debería ser motivo de escándalo. Pero no: Pablo Casado se ha apresurado a darle su bendición a Ayuso, al parecer arrastrado por la brava iniciativa y sin pensar ni poco ni mucho en lo que esta tiene de definición política. 
    Para Casado y para el entero Partido Popular, seguir a la señora Ayuso y despedirse del famoso centro viene a ser lo mismo. De aquí en adelante las apelaciones al centro derecha no tendrán ningún sentido.  Seguir a la señora Ayuso es abrazar el abecé de la neoderecha y despedirse de otras potencialidades que su partido tuvo en aquellos tiempos idos en los que Aznar se las daba de azañista y de hablar en catalán en la intimidad. Ahora se deja sentir el magnetismo de Vox, o mejor dicho, de lo que Vox representa. 
    Ahora rigen los argumentarios de tercera mano inspirados en los decires de la Fox y en los pastiches de los think-tanks ultrarreaccionarios del otro lado del Atlántico. No he podido descubrir ninguna idea propia. Los proyectiles que se lanzan contra Sánchez son idénticos a los que cayeron sobre Obama, disparados desde mismo ángulo. Y en cuanto a la actitud, muy vista la tenemos: Esa asertividad, ese populismo simplón… 
    La señora Ayuso es nuestra Sarah Palin, nuestro Trump en miniatura. Y no tiene ninguna gracia porque lo que parece loco se inscribe en una táctica, en un modo de antipolítica perfectamente conocido. No se nos olvide que la señora Ayuso no va por libre. En la trastienda tiene a Miguel Ángel Rodríguez, siempre dispuesto a ir a por todas (como buen discípulo de Pedro Arriola y Karl Rove), a quien no tiene sentido pedirle que abjure de la religión política del padre Friedman.
     Y no tiene gracia porque los expertos en sociología electoral dicen que esta señora podría ganar las elecciones (bien que difícilmente  por mayoría absoluta). Lo que oyen: podría ganarlas, tal como ella es y precisamente por sus toscos decires y su irresponsable comportamiento… Se comprenderá que yo vea en su figura el síntoma de una enfermedad política de pronóstico pésimo. No es agradable hacerse cargo de que hay millones de madrileños dispuestos a votar contra sus propios intereses con extraño embeleso y no menos extraño despiste, un triunfo de la neoderecha antaño impensable. La gravedad del cuadro viene dada también por la división y los despropósitos de la izquierda, todavía atontada por razones que se me escapan.

jueves, 28 de enero de 2021

LA NEODERECHA Y LA LIBERTAD

    La neoderecha se distingue de la vieja derecha conservadora de toda la vida por su conversión en masa al neoliberalismo, la religión política de la posmodernidad, una forma de sadocapitalismo de la que solo cabe esperar una acumulación de desgracias humanas y planetarias. 
      Entre otras particularidades, la neoderecha se caracteriza por el uso que hace de la palabra libertad, una palabra que los conservadores de pasados tiempos administraban con comprensible avaricia. ¡Libertad!, grita la neoderecha venga o no a cuento. Ya se han quedado con la palabra, como si les perteneciese en exclusiva, y los más de sus peones se dicen libertarios, nada menos, mientras agitan banderas confederadas o arremeten contra el aborto o el matrimonio gay.  Es evidente que les trae sin cuidado el asco que sus burdas contradicciones ocasionan a los espectadores ilustrados. De hecho, son perfectamente capaces de ser a la vez muy patriotas y muy neoliberales. Cosas de la libertad...
      Esto viene de lejos, y ha dado lugar a un curioso mecanismo de dominación intelectual en el que participan desde las gentes indoctas hasta intelectuales orgánicos de diversa categoría. Ya ha cuajado una mentalidad antiilustrada que amenaza con llevarnos a una edad oscura como no hubo otra igual. De modo que no nos extrañe que Mario Vargas Llosa y Fernando Savater hayan arremetido públicamente contra actuaciones gubernamentales encaminadas a la contención del coronavirus –como si estas atentasen contra la libertad y sirviesen a propósitos ocultos–, metidos ambos dos en el mismo rollo asocial de los Bolsonaro, los Trump y los salidos a las calles en lujosos coches para protestar contra el confinamiento impuesto por el dictador Sánchez. Esta locura tiene su historia.
   Después de leer a Gramsci, habiendo comprendido la necesidad de ganar la batalla de las ideas, el movimiento retrógrado que hizo posible la contrarrevolución triunfal de los muy ricos, empezó a hablar de libertad a todas horas, y esto desde mediados de los años setenta según he podido comprobar.
     La libertad era del gusto de todos, claro, y se consideró genial vocearla para hacer trizas el consenso keynesiano, el espíritu del New Deal y la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Libertad, frente al Estado, en primer lugar, y libertad para hacer negocios contrarios al bien común. Tomemos nota: Friedrich Hayek  declaró que él no era un conservador, sino otra cosa mejor, un libertario. Lo que hacía juego con la idea de que la sociedad no existe, ni tampoco la responsabilidad social. 
      Desde el principio se vio que se podía ser libertario y carca a la vez, ¿por qué no? La neoliberal Margaret Thatcher pedía libertad económica y al mismo tiempo demandaba un regreso a la moral victoriana. ¿No lo recuerdan? Ronald Reagan liberalizaba la economía y se las daba de seguidor de Jerry Falwell, un telepredicador capaz de afirmar que los dinosaurios se extinguieron por no caber en el arca de Noé. A fin de cuentas, cualquier tontería podía ponerse bajo la bandera  de la libertad. Eso sí, había que tener tragaderas y mucha jeta si pensamos en los resortes represivos del movimiento, ciertamente temibles. Estos fanáticos de la libertad acabarían convirtiendo a los partidarios del aborto en asesinos, en lo peor de lo peor.
   Mucha gente creyó que se hablaba en defensa de su libertad y no de la libertad de los peces gordos. Tremendo malentendido. No costó nada asociar la no libertad con el Estado y, ya puestos, con la izquierda en general. Se trabajó en firme para que las buenas gentes se convenciesen de que la socialdemocracia es lo mismo que el comunismo y el comunismo igual al estatismo soviético o norcoreano, variantes de la no libertad asociadas a la miseria (¡como si no hubiera cuarenta millones de pobres en Estados Unidos, no se cuántos viviendo en coches y alcantarillas!).
    Otra genialidad de las eminencias grises de la citada contrarrevolución fue propalar la creencia de que hay un pensamiento únicopolíticamente correcto, un supuesto invento de la izquierda tramado con el propósito de negarte la libertad de expresión y de ocultar las realidades más obvias. Dicho pensamiento te impide decir cuatro verdades sobre los homosexuales, los transexuales, las feministas, los negros, los musulmanes y los emigrantes, como te impide hablar mal de la democracia. Según los publicistas del movimiento retrógrado, ya estamos sometidos a la dictadura de tal pensamiento. De donde resulta que es prácticamente un deber ponerse a decir barbaridades contra esos grupos, contra el sistema político y, si se tercia, afirmar que la tierra es plana, que el calentamiento global es una chorrada, que coronavirus es una mentira y que el Holocausto no tuvo lugar. 
   Estamos, pues, ante  un movimiento antiilustrado de lo más peligroso, y por si alguna duda nos quedase, tomemos nota de que aquí solo se habla de libertad, y nunca, ni por descuido, de igualdad y fraternidad.  La izquierda, así lo entiendo, cometería un error imperdonable si se dejase afanar la libertad por estos descuideros. Le toca reivindicar a todas horas el lema clásico de la modernidad: libertad, igualdad y fraternidad. De paso, se librará de que ese movimiento retrógrado la siga cañoneando a placer con el argumentario de la Guerra Fría con la clara intención de arramblar con las conciencias de millones de despistados. Tal y como están las cosas, ni la igualdad ni la fraternidad sobrevivirán si simplemente las damos por  sentadas y por resistentes al silencio.

domingo, 24 de enero de 2021

ILUSTRACIÓN LIBERAL VS. OSCURANTISMO RETRÓGRADO

       Decía Jacobo Timerman que  un periódico llamado a triunfar debía ser de derechas en lo económico, de centro en lo político y de izquierdas en lo cultural…  Y he aquí que el Partido Demócrata estadounidense, los partidos socialistas de España, Francia, Gran Bretaña, Italia y Grecia  llevan no se cuántos años ateniéndose a esa fórmula. Un partido político no es un periódico, pero da igual, por tratarse de la fórmula magistral de la acomodación. 

    Como en los períodos electorales la derecha pugna por centrarse, como se entiende con la izquierda en clave neoliberal en los asuntos económicos, se comprende que lo cultural se haya convertido en un campo de batalla prácticamente de común acuerdo. Luchar no sale demasiado caro y el establishmenttiene a gala dejar hacer, pues para nada le afectan las tremendas discusiones. Viene bien diferenciarse en algo, una manera de disimular el compadreo en el plano económico. De lo que se ha seguido cierta apariencia de vida política en un terreno alejado de las cuestiones de poder propiamente dichas. Lógicamente, Reagan era partidario de la Moral Majority, lógicamente Clinton normalizaba la situación de los homosexuales en el ejército. Todo iba según lo esperado. Ya llegaría la crisis del 2008, y ya llegarían Trump, Bannon y algunos más dispuestos a echar tanta gasolina al fuego que la cosa se acabaría descontrolando. 

     A la izquierda le ha venido bien ponerse en vanguardia en temas culturales, e incluso provocar a los del otro lado con algunos avances notables, como, por ejemplo, ofrecer a las chicas la posibilidad de abortar sin la autorización de sus padres. Durante un tiempo, la cosa le funcionó,  pero luego, sobre todo a partir de la crisis  del 2008, la gente, harta del juego de derechas en lo económico, empezó a abandonarla, renunciando a la compensación cultural. A partir  de entonces, la ruina. Los socialistas franceses han tenido que vender hasta su sede. Los italianos, desaparecidos, igual que los griegos… Si el PSOE se salvó de la quema se lo debe agradecer  a Pedro Sánchez, no a las vocecillas de su consejo de ancianos. (De momento, es un caso aparte, la excepción que confirma la regla, pues nada nos indica, ni siquiera su coyuntural asociación con Unidas Podemos, que haya renunciado a la fórmula de Timerman.) 

       Pringarse en proyecto neoliberal no podía salirle gratis a la izquierda. En un giro dramático, muchos de los suyos han acabado por cambiar de  bando,  entregándose a Trump, Le Pen, Abascal o Meroni. El fenómeno ha merecido cierta atención. De lo que se ha hablado poco es de las implicaciones culturales. 

      Los usos y costumbres, como las leyes y la propia moral, están sometidos a la historicidad. Los tiempos cambian y lo hacen por motivos diversos, no solo por los caprichos y listezas del poder político.  Hay que tener en cuenta la opinión pública, las demandas de las minorías, las consideraciones de los juristas y  los avances científicos. Y hay que tener en cuenta también, para ver el cuadro completo, los movimientos de resistencia que provocan los cambios. Asociados estos a la iniciativa de vanguardias elitistas, la resistencia suele ser virulenta por abajo y bastante previsible. Los cambios asociados a la globalización, traerían reacciones nacionalistas, como ya predijeron Toffler y otros hace muchos años, de modo que no hay de qué extrañarse, como tampoco del enojo de los machos cuestionados por la marea feminista. Siempre hay resistencia, que puede ser normal o directamente patológica, lo que depende de los dichos y maneras de la elite contraria a los avances, y no de lo que se grite en un bar. Si esta elite juega a confundir la posibilidad de abortar con una licencia para matar o con el mismísimo Holocausto, la cosa se ha salido de madre patológicamente.

     La ciencia nos ayuda a progresar, y por lo mismo siempre ha puesto a la defensiva a las personas conservadoras. Ahora bien, lo nuevo, lo propio de nuestra época, es el regodeo en la contrailustración, una actitud que distingue a la derecha retrógrada de nuestros días, capaz de negar el cambio climático y la mismísima pandemia. La señora Thatcher no se rió del cambio climático; Trump, sí.  Las cosas han ido a peor. Y ya hemos llegado al punto en que hay por todas partes intelectuales empeñados en denunciar no se qué  pensamiento único políticamente correcto en el cual incluyen  todas las proposiciones científicas que les llevan la contraria. 

    La izquierda nos ha fallado en muchas cosas, pero hay que reconocer que ha sabido hacerse eco de los avances científicos y trasladarlos a leyes que merecen el título de progresistas. La despenalización de la homosexualidad y la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo  son buenos ejemplos. Estos avances se entienden muy bien a  la luz de la ciencia. La homosexualidad no es una enfermedad y la orientación sexual ni se escoge a voluntad ni puede modificarse a fuerza de descargas eléctricas. ¿Y qué hace la derecha retrógrada? Se subleva contra la ciencia, en este  punto como en otros. 

    En cuanto a los derechos de la gente de color, ha sucedido algo parecido.  Recuerdo que a  finales de los años setenta,  unos reaccionarios enfurecidos por las leyes contrarias a la discriminación racial se sacaron de la manga la raciología. A ver si  conseguían reponer la creencia de que los blancos son más inteligentes que los negros o los amarillos. El invento no tenía porvenir. Descifrado en genoma humano, quedó claro que raza es un concepto social, no científico, o directamente, como dijo Luigi Cavalli-Sforza, un arcaísmo. Todos pertenecemos a la misma raza, originaria de África, y no le demos más vueltas al asunto. En definitiva, ya condenada por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la discriminación racial carece de asidero científico.  Pero, claro, los supremacistas blancos no se inmutan, en el supuesto de que las conclusiones de los científicos no pasan de ser emanaciones de lo políticamente correcto, una maliciosa creación de la izquierda. De aquí que publiciten cualquier voz excéntrica y bizarra que vuelva a las andadas con la afirmación de que los negros son inferiores a los blancos, de ahí que se  revuelquen en la porquería del Ku-Klux-Klan. 

    Y naturalmente, la izquierda oficial juega sus cartas, a sabiendas de que son fuertes. Por ejemplo, ahora mismo, Joe Biden se hace acompañar por Kamala Harris, nombra una transexual para no sé que puesto y pone a un afroamericano al frente del Pentágono. He aquí nombramientos perfectamente normales, pero también gestos de inteligencia para la parte de la sociedad que se vio maltratada durante el mandato de Donald Trump. 

      A saber cómo sigue la batalla.  Lo más preocupante es el descarado irracionalismo del bando retrógrado. Los conservadores al antiguo modo, los responsables del mantenimiento de una derecha civilizada, en teoría capaces de entender tales o cuales avances de la ciencia y de hacerse eco, hasta cierto punto, de las demandas sociales, se han dejado arrebatar todas las tribunas. A diferencia de ellos, los retrógrados van de frente: atacan descaradamente a los afroamericanos, a las mujeres y a los homosexuales. 

    Un vistazo a los titulares de la revista Breitbart patrocinada por el multimillonario Robert Mercer y dirigida por el tenebroso Steve Bannon, nos lo dice todo: ¿Preferiría que su hija tuviera feminismo o cáncer?, Los derechos de los gays nos han hecho más tontos; hay que volver a meterlos en el armario. No hay discriminación en el empleo de mujeres en las empresas tecnológicas, es que la cagan en las entrevistas. Informe: Las minorías raciales superarán en número a los blancos en treinta años. Terrorismo [negro] contra los blancos. Los cristianos son ya minoría... ¡Todo por el estilo! 

      Así se expresa la llamada derecha alternativa, echando gasolina al fuego del resentimiento. Debo hacer notar que esta derecha se vino arriba con Trump, en el preciso momento en que el neoliberalismo económico se había quedado sin conejos en la chistera y casi sin palabras. Sí, había mucha gente abandonada por el elitista Partido Demócrata, desesperada, en situación de inflamarse patrióticamente y de afiliarse a una contrarrevolución contra los afroamericanos, las mujeres y los homosexuales (y tan distraída que ni se fijaba en que le estaban robando la cartera). Los señores Robert Mercer, Andrew Breitbart y Steve Bannon vieron su oportunidad y la aprovecharon. Evidentemente, había muchos hombres blancos heterosexuales severamente acomplejados y gravemente encabronados con el feminismo y con la negritud, en situación de dejarse llevar por estos aprendices de brujo. 

    Como no se puede ceder ante tamañas burradas, como la derecha alternativa ha saltado el Atlántico, la batalla va para largo y no seremos meros espectadores. Yo creo que la izquierda no debe creer que  la tiene ganada. Sería estúpido negar  el poder infeccioso de la derecha alternativa. Creo que la izquierda debe tratar de ir siempre sobre seguro, esto es, sin incurrir en provocaciones innecesarias y sin caer en originalidades  de difícil comprensión para el común de sus votantes. No vaya ser que por  pasarse de rosca en algún asunto secundario se pierdan los indiscutibles logros de varias generaciones. Y creo que nunca debe olvidar lo ya aprendido, a saber, que la fórmula de Timerman no asegura el éxito a largo plazo, siendo obvio por lo demás que mucha gente desesperada ha demostrado estar en situación de renunciar a las compensaciones culturales y de abrazar  el oscurantismo con tal de que se les prometa sacarla del pozo y revertir el curso de la historia.

    

viernes, 22 de enero de 2021

EL NEOPOPULISMO DE DONALD TRUMP

      El mundo respira aliviado tras la victoria de Joe Biden,  pero cuidado. La democracia norteamericana está muy enferma. El trumpismo sigue allí, a saber con qué consecuencias.  Estos fenómenos no desaparecen de la noche a la mañana, y menos con el respaldo de más de setenta millones de votantes. La Administración Biden puede caer en la tentación de usar al trumpismo como gran coco, para ahorrarse el esfuerzo en resolver los problemas de fondo (la miseria, la desigualdad, la falta de esperanzas), de cuyo abordaje serio depende el futuro de la democracia estadounidense. O se solucionan o el trumpismo regresará al poder tarde o temprano. Si Biden se comportase como el gatopartista Obama, Trump o su eventual sucesor encontrarán el campo abonado para la revancha, y yo no estoy en condiciones de saber si el establishment norteamericano ha tomado nota del peligro, ni tampoco de si le importa, pues ya ha dado pruebas de saber utilizar a este tipo de personajes, en el supuesto de que también son de usar y tirar. 
    La prensa bienpensante aprovecha para atacar al populismo, ahora adornado con pieles y cuernos,  al de Trump, pero de paso a cualquier otro. Y así se pasa por alto la singularidad del populismo trumpiano, que se caracterizó por una duplicidad a cuyo descaro no encuentro precedentes históricos. Si por un lado prometió salvar a los desesperados, por el otro se aplicó, firma tras firma, a darle el gusto al establishment, dándole la patada a todos los compromisos sociales y planetarios. La gracia estribaba en presentarse como el antisistema número uno y en actuar como peón de la élite. Se conocen demagogos de ese jaez, pero entiendo que Trump los superó a todos porque no hizo ni la menor cosita por sus infelices votantes; al contrario, se aplicó a machacarlos sin contemplaciones. He aquí, entiendo yo, la forma de un neopopulismo, a tono con el espíritu de los tiempos. Y quizá lo más sorprendente sea la fidelidad de sus votantes, algo que ya se les habrá subido a la cabeza a todos los aprendices de brujo que esperan hacer su agosto a cuenta del descubrimiento.
   Por mi parte, creo que para entender esa sorprendente devoción por el señor Trump, es imprescindible tener en cuenta no solo las listezas que le han caracterizado sino también, y principalmente, el desgaste del entero sistema político norteamericano, el mismo que observamos en otros espacios, también en nuestro país. Yo ya he dicho reiteradamente en este blog que el capitalismo salvaje es una máquina de destruir partidos y sistemas de partidos. ¿Por qué tendría haber sido Estados Unidos una excepción? Desde la caída de Nixon, el Partido Republicano vive entregado al capitalismo salvaje, deviniendo en una suerte de partido leninista de derechas (según la apreciación de Nancy McLean). Atado de pies y manos a la élite, llegó al punto de necesitar un revulsivo, algo nuevo, un Trump, para recuperar la Casa Blanca, habida cuenta de que el Tea Party y la pintoresca señora Pallin se quedaron cortos a pesar del dineral que los motorizó. En cuanto al Partido Demócrata, ostensiblemente compinchado con Partido Republicano en el negocio neoliberal, habiéndose pasado a Trump no pocos votantes de Obama totalmente desencantados, todo indica que estaba en crisis. De hecho, de no ser por la demencial gestión de la pandemia del señor Trump, difícilmente habría reconquistado la Casa Blanca. No es un dato menor que el aparato del partido acallase, como hace cuatro años, las voces críticas y alternativas, que marginase a Sanders y que presentase la candidatura de un político anciano y ya amortizado. Todo esto habla de crisis. Independientemente de lo que hagan Trump y sus seguidores, ahora todo depende de que Biden sea capaz de superar a su mentor Obama por la izquierda. ¡Ya me dirán!

sábado, 16 de enero de 2021

SOBRE MALDAD, MENTIRA Y ESTUPIDEZ

    Decía Marvin Harris que el lenguaje, que nos hace tan poderosos, nos pone también en situación de ser llevados de la nariz. De ello tenemos pruebas abrumadoras en la actualidad, ya en la era de la contrailustración militante. 
    Un sujeto bien trajeado y encorbatado, joven él, pugna por meterse en el ascensor y me veo en la sanitaria obligación de expulsarlo del habitáculo. Me chilla que soy un cobarde y que todo esto de la pandemia es una mentira
   Me dicen que la nieve no es tal, sino plástico, como alguien demostró con un mechero. Para entretenerme, suelo preguntar por los responsables, y siempre me responden que ellos, no se sabe quiénes. Si tiro del hilo, puede aparecer el pobre Soros, ya involucrado en el cuento del famoso chip. La locura va a más, con la  asertividad propia de una paranoia de libro.  Y mientras se pierde el tiempo con estas estupideces, continúa la depredación, de la que ya no se puede hablar a las claras.
    No es de extrañar que haya demanda de cazadores de bulos y mentiras, en cuya piel no quisiera estar por las horribles jaquecas inherentes a semejante oficio, agravadas por la evidencia de que las mentiras se difunden mucho mejor que las verdades, que no por casualidad tienen un valor económico irrisorio en comparación. 
    Hasta donde alcanza mi vista, hay dos tipos de mensajeros: los tontainas y los cabrones, muchos de ellos de pago, pues hay que contar con los promotores en la sombra.  Piénsese, por ejemplo, en Robert Mercer y Steve Bannon, pillados con las manos en la masa cuando salió a la luz el escándalo de Cambridge Analytica.  Bien entendido que ni siquiera poniendo  al descubierto uno por uno a estos personajes tenebrosos tendríamos una visión clara por la sencilla razón de que ya se ha impuesto una mentalidad que se caracteriza por despreciar y ridiculizar el propósito de ir en busca de la verdad. 
    La sofística tiene no menos de dos mil cuatrocientos años de antigüedad, pero tengamos por seguro que el viejo Protágoras se quedaría sorprendidísimo ante el espectáculo. Pues ahora se engaña a mansalva, a lo bestia, lo que en su tiempo no era de ninguna utilidad ni en los tribunales ni en el ágora, donde había que persuadir a sujetos inteligentes, o al menos mentirles bien. De los grandes relatos y las mentiras de largo recorrido hemos pasado a  los microrrelatos y las improvisaciones chapuceras sobre la marcha. Lo único que importa es el efecto, el impacto.  El mentiroso –Trump, por ejemplo–, no teme quedar al descubierto: está dispuesto a redoblar la apuesta y, de últimas, a ufanarse de su osadía, e incluso a regodearse en el miedo que puede inspirar alguien capaz de mentir tan alevosamente ante los ojos del mundo entero. 
    Cuanto más grande sea una mentira, más gente se la creerá (Goebbels dixit). Y lo de Trump –el cuento de que le robaron las elecciones– tiene precedentes y hasta cabe hablar de una escuela de mentirosos. Piénsese, por ejemplo, en la milonga que se usó para invadir Irak –las armas de destrucción masiva, la conexión de Sadam Husein con Al Queda…– o, sin ir más lejos, en el cuento de que el atroz atentado yihadista del 11-M en Atocha fue obra de ETA, y esto por un sucio cálculo electoral. Parece de chiste, pero todavía hay gente que afirma que detrás de dicho atentado estuvo la mano del ministro socialista Rubalcaba… De no pedir cuentas a los mentirosos se siguen consecuencias graves, cómo no. En realidad no es de extrañar que tanta gente no se fíe en la actualidad ni de la nieve. Me pregunto qué arreglo puede tener, y no lo sé. 

viernes, 8 de enero de 2021

ESTADOS UNIDOS: ASALTO AL CAPITOLIO

      
     Lo ocurrido en plena jornada de ratificación de los resultados electorales ha causado estupor. El derrotado Donald Trump azuzó a sus seguidores, previamente llamados a Washington. ¡Nos han robado las elecciones! La turba no se lo pensó dos veces y marchó hacia el Capitolio con sus banderas confederadas y demás arreos. Solo nos ha sido ahorrado el penoso espectáculo de la desbandada de los señores congresistas y senadores. A nadie se le habría ocurrido que se pudiese asaltar el Capitolio con tanta facilidad, pues hace poco se demostró que ni siquiera era posible rodearlo pacíficamente con ánimo de protestar contra la barbarie policial. Al parecer, hubo cierto compadreo entre los asaltados y los asaltantes, con algún glorioso selfie de por medio.
    Mucho me ha llamado la atención que Trump, después de azuzar a los suyos, de dar largas al despliegue de la Guardia Nacional, después de decir que ama a los asaltantes, unos patriotas dijo, se declare indignado por el atroz ataque al Capitolio, anunciando que quienes hayan quebrantado la ley, lo pagarán. Una forma de salvarse a sí mismo in extremis, una manera de tirar la piedra y esconder la mano, y una manera de dejar con el culo al aire a quienes se dejaron llevar por sus incendiarias predicaciones. Mucho no le importan,  ni siquiera teme perderlos. De lo que se deduce que lo ocurrido no tiene el rango de un golpe de Estado, ni tampoco el de preparativo para un golpe de Estado.
    Simplemente, lo sucedido, tan pintoresco como invertebrado, es una prueba más de que el sistema político norteamericano se encuentra en crisis. La sociedad está dividida en dos bandos que habitan en realidades distintas. No es un buen augurio, porque esto viene de lejos y va claramente a peor.
    Se le echa la culpa a Trump, a las fake news, al papel de los medios de comunicación que le rieron las gracias, a la insensatez del Partido Republicano, al elitismo del Partido Demócrata y, por supuesto, a los deletéreos efectos de las redes sociales, dedicadas al cultivo profesional de la irracionalidad que tantos beneficios reporta a sus propietarios. Es fácil olvidar que en el origen de todo esto están la pobreza, la desigualdad, la falta de horizontes y la dignidad herida. Trump es un síntoma, como lo fue el Tea Party. La enfermedad: la demencial conducción económica que caracteriza al sadocapitalismo contemporáneo, una máquina de destruir partidos políticos, particularidad que se suele soslayar a mayor gloria de la perpetuación de dicho capitalismo. Trump ha servido para tapar esta indignante realidad, para distraer al personal con un espectáculo de feria.
    Este curioso personaje llegó a la presidencia haciéndose eco de la miseria de la gente y dando curso a la rabia acumulada contra el establishment que la causó. No por otra razón se le considera un campeón del populismo. Pero, atención, a este bocazas ni se le pasó por la cabeza hacer algo para remediar el sufrimiento del pueblo llano. Como era de esperar dados sus antecedentes, jugó a favor del famoso 1 por ciento, y en contra de los intereses de sus votantes (de lo que estos, curiosamente, no se han percatado aun). Y precisamente por ser un hombre del establishment ha podido llegar hasta donde llegó. La gracia ha consistido en dárselas de outsider, lo que ya es el colmo, pero también un clásico (no es el primero que llega al poder como de nuevas y con la fingida pretensión de drenar la ciénaga…).
    Habrá quien piense que, derrotado Trump –como yo predije en este mismo blog con meses de anticipación–, ratificada a altas horas de la madrugada la victoria de Joe Biden, Estados Unidos volverá a la normalidad, o al menos a alguna forma de nueva normalidad. Yo soy muy pesimista, por varios motivos. No creo que Biden, que ahora parece encantador por comparación, vaya traicionar al 1 por ciento al que sirvió con denuedo toda la vida. El problema de fondo no será ni siquiera abordado (como tampoco lo abordó el gatopardista Obama). Trump ha hecho bueno a Biden, e incluso muy bueno, pero eso no sirve de garantía. Seguro estoy, además, de que Trump no se va a retirar por las buenas, ni aunque lo metan preso. Y como tiene setenta millones de votantes, cualquier cálculo que se haga de aquí a 2024, se verá necesariamente afectado por su pesada gravitación. Y ya vendrá alguien más joven a hacerse cargo de cabalgar la bestia.
     En cuanto a nosotros, más nos vale tomar nota de lo siguiente: para ocultar la tremenda crisis social provocada por el derrumbe parcial de la pirámide de Ponzi planetaria, se ha visto a los hábiles publicistas del sistema desviar la ira de las víctimas del latrocinio hacia los chivos expiatorios que estaban más a mano: los extranjeros, los hispanos, los musulmanes, los afroamericanos, las feministas, los homosexuales, los políticos, y ahora mismo la democracia, supuestamente amañada de raíz. Esos publicistas llevan años con los mismos rollos fascistoides, atacando lo que ellos llaman “corrección política“(entendida como la defensa, ni siquiera leal, de principios ilustrados básicos que a ellos les traen sin cuidado). Cualquier sociólogo podía saber dónde estaban las bolsas de descontento y qué historias tendrían más gancho. Un juego de niños, a condición de no tener el menor respeto por la verdad y de contar con generosos patrocinadores tipo Robert Mercer.
    Llevamos no sé cuantos años oyendo las barbaridades que se dicen del otro lado del Atlántico, y encima ahora las tenemos que soportar aquí mismo, pues todo se copia menos la hermosura. Las mismas técnicas, los mismos argumentarios…¿Qué es Biden? ¡Un comunista! Barack Obama, otro comunista, es un pedófilo, como el papa Francisco… Esta locura tiene su historia: el menor indicio de preocupación por el bien común es señal de criptocomunismo antipatriota y de vicios inconfesables. La señora Clinton y otros de su clase y condición tienen o tenían una red de pedofilia con sede en una pizzería… La señora Merckel es hija de Hitler. El coronavirus no existe, y si existe es porque Bill Gates y George Soros así lo han querido, con la pérfida intención de inocularnos un chip so pretexto de vacunarnos.
     Lamentablemente, no podemos reírnos de la empanada mental de ciertos trumpistas, porque aquí mismo hay quien consume a placer el veneno, sin preocuparse por los efectos sobre el cerebro. Así que no es casual que, de pronto, de por sí sorprendidos ante el uso de la bandera de España, que ni que fuese la bandera confederada del Sur airado, tengamos que desayunar con la alucinación de que en España tenemos un ilegítimogobierno socialcomunistay con la advertencia de que tenemos que cuidarnos de Georges Soros. ¡Uf! Así se empieza…

jueves, 27 de agosto de 2020

SOBRE LAS FUNCIONES DE LA MONARQUÍA

    Por lo que leo y oigo, se echan de menos algunas consideraciones básicas sobre las funciones  de la Monarquía en nuestro caso particular. Sin ánimo agotar el tema, me permitiré unas líneas al respecto, en el sobreentendido de que nos interesa más la coexistencia que la confrontación.
      La Monarquía española fue instaurada por el general Franco. Que don Juan Carlos renunciase al poder absoluto ("por la gracia de Dios"), que renunciase a capitanear la Monarquía del 18 de Julio, que habilitase el tránsito de la dictadura a la democracia, todo esto no ha bastado para redimirle de este pecado original a ojos de puristas y desengañados. Ahora bien, si no hubiera sido designado por Franco, ¿cómo diablos habría podido habilitar ese tránsito? 
     En cuanto asumió la necesidad de ser rey de todos los españoles y no solo de una porción,  don Juan Carlos empezó a cumplir una función trascendental, a saber, la de tender un puente entre las dos Españas, sirviendo de pararrayos a la ira de los nostálgicos del búnker, a los que supo borbonear oportunamente. Se me dirá que no tuvo más remedio, pero fue meritorio, tan meritorio que se ganó el apoyo pragmático de incontables republicanos. 
     De este apoyo republicano dependía el negocio. Y ha de decirse que este negocio  incluía la operatividad de otra función regia para nada secundaria: garantizar a los vencedores de la guerra civil que los perdedores no tendrían ocasión de  exigirles responsabilidades y que, además, conservarían sus privilegios, títulos y merecimientos. Esta forma de continuismo requería que la izquierda hiciera la vista gorda.
     (De paso, la Monarquía recién instaurada se daba a sí misma la posibilidad de disfrutar de una suerte de doble legitimidad, la anterior y la nueva, una especie de reaseguro en vista que le daba miedo plantear a los españoles si la querían o preferían una República.)
    Ni qué decir tiene que tal función, sobre la que se considera de buen gusto no hablar, determinó no pocas incongruencias y oscuridades, como la quema u ocultación de archivos, la permanencia de funcionarios del régimen anterior o la escandalosa dejación de responsabilidades en lo tocante a los más de cien mil desaparecidos. 
    Todo eso y mucho  más se toleró en aras de la libertad, con la esperanza de que el ejercicio democrático reduciría a cero la función continuista.   Sin embargo, más que ese ejercicio –renuente la clase política a tomar cartas en el asunto–, ha sido el relevo generacional el principal obstáculo a esta función. No es algo fácil de entender para los más jóvenes. No es extraño que haya quedado medio en suspenso, sirviendo únicamente para avejentar la Institución  y dejarla bajo sospecha.
    En cuanto a la función de puente entre las dos Españas, ¿es prescindible en la actualidad, por el entendimiento normal de las partes? Por lo visto, cuarenta años son pocos para curar los efectos de una guerra civil y de una prolongada dictadura. Dicho entendimiento   brilla por su ausencia. La clase política que hizo la Transición practicó la tolerancia y el respeto por el adversario en grado muy meritorio. Para vergüenza de la actual.
    Por ignorancia, malicia o inercia, hay gentes que actúan y se pronuncian como si nuestro pasado fuera otro, como si compartiésemos la misma visión histórica, como si una de las partes –la suya– fuese la buena y tuviese derecho a  monopolizar todo el espacio político. Sorprende que sea así a estas alturas, pero hay que contar con ello. Razón por la cual, me parece a mí, la Monarquía sigue haciendo falta precisamente en el papel de puente,  es decir, en el papel de árbitro y moderador que le atribuye la Constitución (Artículo 56). 
     La izquierda republicana, para nada interesada en esa función, considera llegado el momento de moverle el piso a Felipe VI,  desequilibrado por las andanzas de su padre, y de ir en pos de la Tercera República. A poco que se piense en nuestros antecedentes, en el clima reinante, en la ausencia de una derecha republicana, la cosa da grima. ¿Empeñarse en traer una República en plan Puigdemont, por los pelos? ¡El peor servicio que se le podría hacer al país y a la causa republicana! 
     Entregarle graciosamente la Monarquía a la derecha, de por sí deseosa de apoderarse de ella, me parece un negocio pésimo. ¿Quién tiene ganas de volver a una situación parecida a la de 1931?  La suma de la derecha realmente existente más una Monarquía hostil sería una piedra de molino atada al tobillo de una posible República. Me da espanto de solo imaginarlo. 
     A pesar de la función continuista, es preciso reconocer que la presente Monarquía ha oficiado como tal bastante más a la izquierda de lo que estaba previsto por su mentor y de lo que cabía esperar por nuestra parte. Al punto de que ciertos derechistas la juzgaron y la juzgan traidora, lo que no deja de ser un dato muy relevante: Felipe VI necesita a la izquierda, o al menos a buena parte de ella, para mantener una base de sustentación suficiente. 
    Y no creo que  Felipe VI tenga ganas de repetir el error de entregarse  en cuerpo y alma  a la derecha montaraz (el tremendo y continuado error de Alfonso XIII). Pero, claro, si una parte significativa de la izquierda se empeña en rechazarlo sistemáticamente, podría caer en la trampa, ya tendida. En definitiva, yo creo que sería mucho más inteligente prestar apoyo a Felipe VI desde la izquierda,  para una mejor contención de los del otro lado y para mejor salvaguardar nuestra sociedad abierta.
   Por lo demás,  ya debería estar claro que una Monarquía no puede vivir de las rentas. Todo indica que don Juan Carlos se creyó en situación saltarse los deberes de ejemplaridad inherentes a la jefatura de un Estado moderno, como si todo se le debiera con honra en razón de su hazaña de 1978. Y no es así como funciona la cosa. 
    El pasado es importante, el pasado inmediato importantísimo, pero mucho más el presente. ¿Cumple o no cumple su función la Monarquía? Esta es la pregunta capital. ¿Modera o no modera? ¿Arbitra o no? ¿Mantiene la centralidad o se vence a un costado? ¿Descorcha botellas de champán mientras el común de los mortales está con el agua al cuello o se sacrifica por ellos? 
    Acaban de salir defensa de don Juan Carlos unos doscientos altos cargos de administraciones pasadas. Piden que se respete la presunción de inocencia y evocan su legado en términos encomiásticos, a manera de superior justificación. Leo en su manifiesto:  "La monarquía parlamentaria, así como el conjunto de la Constitución de 1978, han propiciado una España moderna, con un sistema político, económico y social avanzado fraguado en la libertad, en la justicia y en la solidaridad"
    Si así fuese, a pesar de las andanzas de su padre, Felipe VI lo tendría fácil… y nosotros estaríamos agradecidísimos.  El problema es que, siendo cierto que Juan Carlos trajo o contribuyó a traer una monarquía parlamentaria donde teníamos una dictadura, lo demás chirría lastimosamente. ¿De verdad creen estos señores que vivimos en un estado económico y social avanzado...justo y solidario?  Desde la calle, les aseguro que ni siquiera los que valoramos debidamente los logros de la Transición (a pesar de sus defectos) tenemos esa impresión. 
    Hay demasiada desigualdad, demasiada pobreza, demasiada desesperanza. Y más vale reconocerlo, también al hablar del porvenir de la Monarquía, dañada precisamente por la comparación de imágenes de opulencia y de miseria. Pues no se salvará por la autocomplacencia onanista de esos doscientos altos cargos. Se nos vienen encima tiempos muy duros, y la gente no está para milongas. O siente que el rey está de su parte, que arrima el hombro en la dirección debida, aquí y en la arena internacional, o siente que esa es una de sus funciones, o le hará el vacío, como ya se lo ha hecho a su padre con presunción de inocencia o sin ella.