El comunitarismo surgió como crítica de la Ilustración. A estas alturas, es más o menos inevitable retocar por aquí y por allá el legado de ésta, para perfeccionarlo, para que no pierda operatividad, pero el comunitarismo no se quiere limitar a tan modesta tarea. Quiere enterrar ese legado, aspira a sustituirla.
Y el problema, al menos tal como yo lo veo, es que el comunitarismo no es compatible con el liberalismo, inseparable del impulso ilustrado. Las diferencias son notables.
El comunitarismo, como su nombre indica, pone el acento en la comunidad, no en la humanidad, lo pone en lo particular, no en lo universal. Y tampoco lo pone en el individuo como sujeto moral autónomo, de quien no se fía (y a quien promete la curación de todos los males del individualismo en la plaza del pueblo).
En efecto, a diferencia de lo que se espera de nosotros como ilustrados y como liberales, el comunitarismo nos invita a situarnos en un más acá de la humanidad –en el terruño, en un determinado encuadre étnico, en una nacionalidad– y en un más allá del individualismo, es decir, en un grupo, con el correspondiente instinto gregario.
En este sentido, desanda el largo y fascinante camino que los filósofos antiguos tuvieron que andar para descubrir la humanidad, el mismo por el cual continuaron tanto el cristianismo como la Ilustración y también el liberalismo, deudor del esfuerzo y de la complejidad resultante, fundamento último del individualismo moderno.
Yo no veo, por lo tanto, ningún progreso en esto del comunitarismo. Tiene, sí, cierto interés filosófico, pero su proyección política y mediática es inquietante. Veo una regresión hacia un nuevo tribalismo, mil veces peor que el de Hegel, y quizá una argucia para dislocar a la humanidad, para fragmentarla. Y no me parece que la intención sea saludable.
Llegados a cierto punto, nos dice Alisdair Macintyre, el grupo debe rechazar lo extraño, para protegerse de las contaminaciones peligrosas, para salvaguardar su identidad.
¿Acaso es ésta forma de pensar por la que conviene guiarse en plena globalización? ¿Nos tienta el sospechosamente publicitado choque de civilizaciones? ¿Tenemos ganas de provocarlo? ¿Estamos en edad de matarnos por motivos religiosos?
De tomarse al pie de la letra, el comunitarismo acabaría liquidando los sueños del Siglo de las Luces, y todos, ya dispuestos a batirnos por nuestras querencias particulares con fervor medieval, basaríamos nuestras respectivas “identidades” en elementos secundarios, por ejemplo, en la pertenencia a un grupo étnico –¡yo soy blanco, otra vez!–, a una determinada nacionalidad, a un credo religioso, o por ejemplo, a un grupo gay, a una comunidad de mujeres de tal o cual signo, a un determinado barrio, quizá a una determinada banda. No veo qué saldríamos ganando, pero sí lo que perderíamos con semejante fragmentación.
Entre el viejo Kant, humanista y universalista, y el pequeño Macintyre, un tribalista, me quedo con el primero, sin dudar. Después de todo, soy un homo sapiens sapiens, y con eso me conformo cuando se trata de asuntos serios, que son precisamente aquellos que interesan a la humanidad, hoy amenazada. Además, no estoy de humor para que se critique a la Ilustración mediante invocaciones a una comunidad ideal, sobre la que todos los comunitaristas fantasean de lo lindo.
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