Haga lo que haga, el presidente Zapatero se encuentra bajo el fuego
cruzado de críticos diversos, tanto de derechas como de izquierdas, que le
instan a “hacer algo”, una moda que, sinceramente, empieza a olerme a cuerno
quemado.
Cuando el presidente Sarkozy no sabe por dónde tirar, cuando Obama
parece empantanado, cuando el G20 se dedica simplemente a marear la perdiz,
cuando se suceden las cumbres inútiles, cuando unos y otros van de renuncio en
renuncio, precisamente le pedimos a Zapatero que de el do de pecho, poniendo
remedio a los graves males económicos que
nos aquejan. Incluso, se va más lejos, y se le hace responsable directo
de los mismos, lo que ya es el colmo, pura mala fe.
Naturalmente, a ciertas eminencias grises del sistema les encantaría que
un presidente socialista les hiciera el trabajo sucio de reducir el Estado, de
descargarlo de sus obligaciones sociales. A esas eminencias les habría gustado
contar con una especie de Blair o con un Menem… Podría darse el caso de que el día de
mañana echemos de menos a Zapatero, reconociéndole –ay, demasiado tarde– el mérito de haber intentado
impedir que se nos vayan por el sumidero de la historia bienes tales como la
protección de los más débiles y la cohesión social, esos bienes que al señor
Domínguez le traen sin cuidado.
Ya he
dicho alguna vez que entre el “buenismo” y el “malismo” me quedo con aquel. Me
reafirmo en ello, pero añado una consideración: si hemos de guiarnos por la
experiencia, haríamos bien en no dejarnos obnubilar por la creencia de que
personajes tan efectivos y desenvueltos como el señor Blair o el señor Menem
aportaron a sus respectivos pueblos los bienes prometidos por sus
espectaculares “reformas”. Y otra más: no es lo mismo navegar contra la
corriente –o simplemente, resistir con mayor o menor fortuna– que ir, como fueron estos dos, a su favor… Zapatero es de otra madera, mucho más noble.
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