Tuvimos en España la mala suerte de que cuando por fin se produjo la
apertura democrática, de suyo limitada por la herencia dictatorial, se nos colase
el neoliberalismo por la puerta de servicio, una desgracia.
Digo
por la puerta de servicio porque, en teoría, esta doctrina, promotora del
capitalismo salvaje, era incompatible con la sensibilidad tanto de la derecha
actualizada como de la sin actualizar, e incompatible también, por descontado,
con el socialismo español. En teoría,
contábamos con la protección de la Constitución de 1978, y con el instinto de
la gente, que ni siquiera veía con buenos ojos el simple título de liberal a
secas, como descubrieron Garrigues y Roca. Pero si entró por la puerta de
servicio lo cierto es que se adueñó de la casa.
Es algo que merece un estudio en profundidad, pues en teoría, insisto,
este país contaba con anticuerpos de todos los colores contra esta afección que
se caracteriza por su desprecio del bien común y por una adscripción militante
y descarada a la ley del más fuerte, la más destructiva de todas, hobbesiana y
clasista hasta el horror. Para
nada sirvieron los anticuerpos franquistas, falangistas, democristianos, socialistas
y comunistas, y de su inoperancia se podría extraer la precipitada conclusión
de que eran insustanciales, simples mascaradas.
A falta de ese estudio en profundidad, creo
que la invasión neoliberal se vio favorecida por la tendencia a copiar lo de
fuera (¡que inventen ellos!), que nos dejó inermes frente al chantaje de la
banca, de la Europa de los mercaderes, del Fondo Monetario Mundial y el Banco
Mundial (caídos en manos del neoliberalismo a principios de los años ochenta). El
resto lo hizo la táctica del movimiento neoliberal, espléndido a la hora de
untar a sus peones. La indigencia
intelectual de ciertos personajes y personajillos, deslumbrados por tan tosca y
criminal doctrina, selló nuestro destino.
La falta de hábitos democráticos arraigados impidió que se pusieran
límites a la infección. Por lo visto, era fácil pasar del elitismo de antes al
nuevo, como era fácil hacer ese tránsito desde el secreteo de los años de
clandestinidad, propicio a la creación de una elite llamada a emular a la de
siempre. Fácil de solo pensar en las recompensas presentes y futuras, y por
supuesto en los inconvenientes de oponerse. Claro que para alcanzar esas
recompensas era preciso reducir al parlamento a una función ceremonial y usar
contra natura –contra el pueblo– la legitimidad democrática. La falta de desarrollo
de la democracia y la falta de sentido democrático de los sucesivos gobiernos
nos dejó a los pies de los caballos.
En
todo caso, lo cierto es que el
neoliberalismo penetró de la mano de su opuesto, el socialismo, y que se hizo fuerte en tiempos de José
María Aznar, un entusiasta de la “nueva economía” que prescindió del contenido
social-liberal y social-cristiano del partido que había recibido en herencia, y
que prescindió también del nacionalismo que formaba parte de la derecha
española. La transformación de los dos partidos hegemónicos en formaciones
neoliberales más o menos encubiertas tuvo efectos tan corrosivos sobre el sistema
de 1978 que este ha llegado a parecer una estafa. Y a la corrupción moral del
conjunto debemos añadir la corrupción de las personas.
El neoliberalismo a dos
bandas modificó la escala de valores y dio alas a toda clase de tiburones,
grandes y pequeños. El señor Solchaga, ex trotskista reconvertido al socialismo acomodaticio, se felicitaba de lo
fácil que era “hacer dinero” en España. Se vieron cosas extraordinarias, la
caída del socialismo felipista en una corrupción bananera, la “cultura del
pelotazo”, las amistades peligrosas del rey, la emergencia de la beautiful people, la admiración por
Mario Conde, la exaltación del yuppy, supuesto emprendedor, todo muy sintomático.
El ideal de la justicia social desapareció del horizonte. Estaba en la
Constitución, pero se borró de la mente de los encargados de desarrollarla
coherentemente y de hacerla cumplir.
Se produjo una elevación
del dinero fácil a la cima de la escala de valores. “Tanto tienes, tanto vales.
Si no te haces rico, tonto eres.” Se
hizo la vista gorda a los negociados más sucios, en plan dinámico. Las joyas de
la abuela fueron privatizadas. Adiós, Iberia. Recuérdese la manera en que Telefónica fue confiada a los designios
personales de Juan Villalonga, hoy inscrito en el cuadro de honor de nuestro
“capitalismo de amiguetes”. Empresas levantadas con el esfuerzo de todos en
tiempos del franquismo se privatizaron
a demanda de los gurús neoliberales, y esto se hizo cuando ya se sabía lo que había pasado en otras
latitudes como resultado de esta manera facilona y antipatriótica de hacer caja. Se procedió a
“liberalizar” el suelo, como si las leyes regulatorias precedentes hubieran
sido idioteces franquistas, dando rienda suelta a toda clase de pillerías, un
gran negocio para cualquiera que estuviera en la pomada y de paso una manera de
desarrollar redes caciquiles y clientelares como parte de la consolidación del
poder territorial. Se procedió a privatizar los servicios públicos al son del
mantra neoliberal de que el Estado es incompetente por definición.
El
manualillo neoliberal daba muchísimo de sí, de modo que no se consideró una
imprudencia temeraria confiar las finanzas del país a un abogado, el señor
Rodrigo Rato, celebrado autor del “milagro español”, hoy sospechoso de
incompetencia y rapacidad. Los tiempos de Fuentes Quintana habían quedado atrás
y no nos quepa duda de que de tales frivolidades vienen estos lodos. El señor
Blesa pertenece a la misma camada, ávida de dinero y de una cutrez que hiela la
sangre. Sería inútil buscar la más
mínima originalidad en los
protagonistas de esta jugada. Son copias de copias de neoliberales de
ambos lados del Atlántico, imbuidos del mismo desprecio por la gente común.
De
acuerdo con el manualillo, se sobreentiende que los que están arriba son “los
mejores”, que no deben dejarse maniatar por el interés de la mayoría, por el
pueblo, solo interesante como objeto de explotación. Claro que al principio este
fue halagado con créditos, con dinero de plástico para consumir o para llegar a
fin de mes, con productos baratos fabricados por mano de obra esclava de otras
latitudes, con la expectativa de una sociedad de propietarios, con referencias entusiásticas
al capitalismo popular, una forma de engatusar. No estaba previsto que los salarios subiesen y sí, en cambio, descargar
sobre el trabajador las consecuencias de lo que Stiglitz ha denominado
“capitalismo de casino”.
Entiéndase de una vez que las tarjetas black, elitistas por definición,
no tienen nada de raro en el contexto de la revolución de los muy ricos, de la
guerra de clases desencadenada por la minoría cleptocrática y sus agentes
indígenas y extranjeros. Son algo que a sus usuarios se les debía, como prueba
de su superioridad. Tampoco son anómalos los negociados de Felipe González y
José María Aznar, irreprochables dentro de este marco ideológico. Si alguien dice
que no le parece bien que estos presuntos estadistas, que ya tienen garantizada
una existencia digna a cuenta del erario público, se dediquen a los negocios,
seguro que es un anticuado. El neoliberalismo ha modificado la mentalidad:
ellos también tienen derecho a engordar sus arcas todo lo posible, como
campeones del emprendimiento, una manera de predicar con el ejemplo.
Claro que esto mismo se ha hecho siempre, con neoliberalismo o sin él, en cualquier república bananera, en
cualquier Estado fallido. Y se hacía aquí mismo, en tiempos de la Restauración
y del franquismo, pero, ay, no en tales proporciones. Con la llegada del
neoliberalismo se han batido todos los récords. Ahora hasta hay gentes de poca edad que manifiestan que lo más
importante en la vida es hacer dinero. Como hay gentes de edad que, en sede
parlamentaria, se cachondean del dolor de los niños españoles que se ven
sumergidos en la pobreza. Pedirle un compromiso social a un neoliberal declarado
o encubierto es pedirle peras al
olmo, algo tan absurdo como pedirle que cuide la naturaleza.
Hay miles de profesionales con plena dedicación al negocio de las
mordidas, el más primitivo de todos, con algo nuevo: esa doctrina que les
capacita para obrar con buena conciencia. No se les pida el
menor remordimiento. Vender unas viviendas sociales a un fondo buitre de no
se sabe dónde sin preocuparse por los inquilinos, entra dentro de lo natural… Hacerse con una parcela de lo público a
crédito, cobrar del erario público y poner de rodillas a los trabajadores para
añadir unos beneficios adicionales
a los pagos regulares a cuenta de las arcas del Estado, es tan normal como trenzar con los
amigos y pagar las mordidas con la mayor gentileza. Como normal es crear inextricables
redes de testaferros y sociedades
pantalla.
El elitismo
caciquil de toda la vida nunca se fue y ahora se ve potenciado al máximo por el catecismo
neoliberal. Se ha encarnado en tiburones de todos los tamaños. De ahí que no
se tengan escrúpulos morales a la hora segarle la hierba bajo los pies a la
parte más débil de la sociedad (“¡que
se jodan!”). Aparte de la
corrupción inherente a un sistema así, el
problema es que el neoliberalismo, que no ha sido concebido para redistribuir
la riqueza y sí para concentrarla, ni siquiera la crea. Lo suyo es succionar la que hay en
beneficio propio. Después de mí, el diluvio… Ya pueden el papa y el rey invocar los valores morales y ya
pueden las gentes pedir justicia, referencias ausentes en el catálogo
neoliberal. Tan grave es la enfermedad que no se va a remediar con el
encarcelamiento de unos cuantos tiburones, no caigamos en ese espejismo. Aquí
lo difícil va a ser desarraigar la mentalidad neoliberal, esto es, ganar “la batalla
de las ideas”. Para seguir
adelante, al neoliberalismo depredador se le han acabado los conejos en la
chistera. Solo le quedan las mentiras y la violencia, pero esa batalla hay que
ganársela.