El 77 aniversario de las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki debería servirnos de aviso. ¿Se arrepintió Truman de haber dado orden de lanzar esas bombas con la intención principal de poner a Stalin en su sitio? No, nunca. ¿Con qué ánimo había procedido a sacrificar esas dos ciudades inermes y desprovistas de interés militar? Truman levantó la mano hacia el entrevistador e hizo un chasquido con los dedos. Así de fácil. Ni el menor atisbo de mala conciencia. Y pienso que ese chasquido también debería recordarse, como símbolo de la deshumanización que puede acabar con nosotros.
¿Acaso hemos progresado? Me temo que no. La lógica del poder, o mejor dicho la lógica de la atrocidad, ha vuelto por sus fueros y ya se ha saltado reiteradamente todos los límites delante de nuestras narices. Es una malísima señal. Y lo digo yo, acostumbrado a vivir bajo la amenaza de la Destrucción Mutua Asegurada, hecho a los modos de la Guerra Fría. Me sobrecoge la manifiesta temeridad de los primates actuales.
Antes, las desgracias, por tremendas que hubieran sido, concedían una segunda oportunidad y los supervivientes lo primero que acordaban era no volver a las andadas aunque tuvieran que tragar sapos y culebras. No cabe representarse el futuro inmediato a la luz de esa enseñanza recurrente. Se diría que en las altas esferas nadie se acuerda de las dos guerra mundiales y de su cerril causación. O no se jugaría con fuego. Incluso hay algún imbécil que propone una guerra atómica con la idea de darle una lección a Putin… El calentamiento global es algo nuevo, pero, aplicada de lógica de la atrocidad, ¿adónde iremos a parar? ¿Qué se ha hecho desde que James Hansen dio la voz de alarma ante el Congreso de Estados Unidos en los años ochenta? Solo dar largas, redactar informes y suavizarlos concienzudamente, hacer negocios y marearnos con el greenwashing o lavado ecológico.
Para colmo, la barbarie de los primates ha calado a millones de personas. ¿Se declara usted pacifista? ¿Exige la paz aquí y ahora, con las inevitables cesiones entre las partes enfrentadas? ¿Exige que se emprendan acciones serias contra el calentamiento? ¡Pues tonto debe de ser!
Aquí lo que cuenta es el Poder (así, con mayúscula, como lo escribía Pasolini), ya desprovisto de ataduras morales. De ahí que la OTAN nos convoque a una competencia global por el gran poder, decidida a imponer los designios norteamericanos no solo a Rusia sino también a China. Me parece el colmo de la desmesura. (Y conste que lo digo sin experimentar ni la menor simpatía por el formato de los regímenes desafiados.) ¿Se ha tenido en cuenta el calentamiento, que exige acuerdos globales inmediatos? ¡Pues no! Quema masiva de combustibles fósiles para el sostenimiento y la ampliación del aparato bélico, regreso al carbón…
Por desgracia, no se puede decir que el plan de la OTAN para la humanidad sea un simple brindis al sol. Los chinos y los rusos se lo toman muy en serio. Los halcones de Pekín y Moscú hasta pueden ver en él una justificación para cualquier emprendimiento racional o insensato. Y no se crea que es solo cosa de una OTAN en clave ofensiva. Dentro de ese plan inhumano cobran sentido las declaraciones de Josep Borrell, alto representante de la política exterior europea: en lugar de ejercer como diplomático, nos hace saber que la guerra de Ucrania se dirimirá en el campo de batalla. Por su parte, con la misma actitud, Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, sueña con desmantelar la industria rusa. El influyente magnate George Soros sueña con un mundo liberado tanto de Putin como de Xi Jingping. No tiene ninguna gracia. El poder occidental ha perdido el sentido de los límites. Aquí, en esta desmesura, se deja ver, a mi juicio, una pérdida del sentido de la realidad y una capitulación de orden moral.
Que la moral sea un invento humano surgido precisamente de la necesidad existencial de ponerle límites al poder no se trae a colación ni por descuido. Se da por supuesto que tomársela en serio es propio de curas, filósofos trasnochados y buenistas. Lo que no impide que se moralice a toda máquina a ambos lados de la línea de fuego: nadie, y menos los expertos en propaganda y relaciones públicas que trabajan a sueldo del Poder, ha echado en saco roto lo dicho por Maquiavelo, a saber, que la moral, no venida del cielo, es un poderoso e insustituible instrumento de dominación, ni más ni menos. Y como tal instrumento se la usa a todas horas, malbaratándola. Nosotros, faltaría más, somos los buenos, portadores de las luces de la libertad y la democracia. Estoy hablando de moralizaciones de usar y tirar. Se condena al ostracismo al príncipe Salman por el descuartizamiento del periodista Kashoggi, y unos días después, se compadrea con él sin el menor sonrojo.
Al mismo tiempo y sintomáticamente, las voces que desafían la narrativa oficial tienen a gala expresarse sin valoraciones morales de por medio, como si estas tuvieran que ser necesariamente tontas o torticeras, como si la lucidez fuera incompatible con el humanismo, como si estuviéramos ante fenómenos teléuricos. Miren por donde, vienen a coincidir estas voces con aquello del “no hay alternativa”, el famoso veneno thatcheriano contra la conciencia moral, ya responsable del desaliento, el cinismo y la paralización de millones de personas tanto de derechas como de izquierdas.
¿Acaso hay alguna incompatibilidad entre analizar los hechos a la fría manera de Tucídides y juzgarlos desde la óptica moral que corresponde a las necesidades humanas y a la sabiduría acumulada? Tal parece, porque ahora, que yo sepa, solo el papa Francisco, Noam Chomsky y Rafael Poch son capaces de hacer ambas cosas. Los demás son devotos de la cratología, no sé si por presumir de objetividad, por un tic académico, o por no querer meterse en líos. El caso es que así colaboran a la militarización de las conciencias.
La adoración del poder va a más, al tiempo que este va a por todas sin el menor escrúpulo. Las buenas gentes ya habituadas al lenguaje del poder en el orden económico pasan a usarlo en el orden militar y ceden gustosamente a la necia pretensión de dividirnos entre buenos y malos, amigos y enemigos.
Conviene recordar que tiempos hubo en que para ser respetado y admirado, para ganar lealtades, había que poseer algo llamado autoridad moral (algo que, a diferencia de sus lectores posmodernos, Maquiavelo nunca se tomó a la ligera). He recordado el siniestro chasquido de Truman, pero solo a bombazos y dólares desde luego que Estados Unidos no habría alcanzado el rango de potencia hegemónica. Habría sido temido, nada más. En cambio, con su doctrina de las cuatro libertades (de expresión, de culto, del miedo y de la miseria) se hizo con un formidable crédito moral durante la II Guerra Mundial, que luego consolidó con el apadrinamiento la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948).
¿Qué queda de ese crédito? Nada, por desgracia. Estados Unidos lo dilapidó en los últimos cuarenta años a mayor gloria de los señores del dinero y de la guerra. A estas alturas ya suena a hueco todo lo que se diga apelando a su recuerdo. Lo que yo considero una señal clara, entre otras, de que la potencia hegemónica se encuentra en decadencia. (Ande, señor Biden, vaya a pedirle sacrificios a su pueblo o a los europeos de a pie y a ver qué cara le ponen.)
Hace mucho que pasamos de la señora Eleanore Roosevelt, promotora incansable de los derechos humanos, a la neocon Jeanne Kirkpatrick, capaz de afirmar en público que dicha Declaración no pasa de ser una carta a Santa Claus. La misma señora que, para deleite de Ronald Reagan y de sus asociados, afirmaba que siempre hay que distintiguir entre dictadores malos y “buenos”, con los que es lícito hacer toda clase de negocietes sin venir con cominerías. Y sí, ya nos vamos acostumbrando al doble rasero, una la inmoralidad.
Al principio, consciente de lo que se jugaba, Estados Unidos actuó con disimulo en el “lado oscuro” (los derribos de Mossadeg, Arbenz, Sukarno y Allende, el asesinato de Lumumba, por poner solo algunos ejemplos), tratando de mantener a salvo la autoridad moral ganada con tanto esfuerzo. Luego, vino la guerra de Vietnam, empezada con disimulo y continuada a cara descubierta. ¿Y de ahí en adelante? Descontada la fanfarria mediática, puro matonismo de inspiración neocon: Conmoción y Pavor, bombardeos de ciudades, fósforo blanco, secuestros (entregas extraordinarias), torturas (técnicas de interrogación mejoradas), asesinatos selectivos, por lo general con víctimas colaterales, actos de “justicia” según la jerga oficial, y allí en Guantánamo un Dachau a modo de siniestra advertencia. Y todo esto haciendo trampas, mintiendo desde las más altas tribunas, incurriendo en chapuzas monstruosas, como el financiamiento de bandas armadas de fanáticos y la alevosa provocación de guerras civiles interminables. Pongámonos en el pellejo de los afganos que, creyendo en las lindas palabras de los invasores, acabaron entregados a lo talibanes. No, aclaró Biden tras veinte años de campaña, nunca se trató de configurar una democracia; simplemente, se había actuado contra el terrorismo. La retirada no era, pues, una derrota, sino el premio por haber cumplido la misión.
Con esos procederes Estados Unidos dilapidó su crédito moral. Y no hay más que ver cómo trata a sus propias gentes para que uno sepa a qué atenerse. El pueblo norteamericano, antes envidiado, está sumido en la miseria y el precariado, por no hablar de los veteranos de guerra con los nervios destrozados de por vida (se suicidan por decenas). Si la élite prepotente y avariciosa ya se cargó el “sueño americano”, díganme qué le puede interesar el bienestar de la humanidad.
Y todo esto, precisamente por el papel inspirador otorgado en el imaginario colectivo a ese país en base a sus pasados logros, ha tenido graves consecuencias para el conjunto de la humanidad: desengaño, odio, desorientación. La pérdida de autoridad moral ha acabado por afectar a su credibilidad y desde luego que también a cualquier pretensión de legitimidad de los planes de dominación en que pretende involucrarnos. Hace unos años una encuesta Gallup reveló que mucho más que al terrorismo o cualquier otra amenaza, los terrícolas temen a Estados Unidos.
Según una famosa lista filtrada por el general Wensley Clark, después de Afganistán, Irak y Libia venía Siria. Bacher Al Asad fue demonizado en la línea habitual, se financió y armó a insurgentes diversos, incluidos los extremistas islámicos; en suma, se organizó otra guerra civil. Y todo iba según lo planeado hasta que, oh sorpresa, Vladimir Putin salió en defensa del presidente sirio con sus bombarderos. Estados Unidos tuvo que envainársela. Fue un aviso.
Estados Unidos no le perdonaría jamás a Putin la bofetada, la primera que recibió así, en frío. El nuevo orden (por llamarlo como se acostumbra) surgido tras la caída de la Unión Soviética se podía considerar roto ya por aquel entonces. Al matón supremo le había surgido un rival, otro matón. Se diría que el resto es una consecuencia.
Henry Kissinger, entre otros pesos pesados, maligno él pero con cerebro, explicó que no había que acorralar a Rusia ni empujarla a una alianza con China, explicó que no era una buena idea meter a Ucrania en la OTAN y que era un desatino atizar una guerra civil en este país. No se atendió a sus razones, ya vemos con qué resultado. ¿Y por qué no se le hizo caso? ¿Por qué no se atendió a sus pragmáticas recomendaciones? La respuesta es simple: porque en la actualidad el poder está tan desprovisto de frenos morales como de frenos pragmáticos. Hay motivos para creer que hasta la noción de “mal menor” se perdió por el camino.
Si el poder ya no entiende las razones de un Kissinger, ya me dirán. Visto lo visto, ni siquiera debería asombrarnos que el señor Putin, hasta ayer mismo considerado astuto y calculador, haya acabado por lanzarse criminal y chapuceramente sobre Ucrania. No es asombroso, digo, de acuerdo con los usos imperantes de un tiempo a esta parte.
Sin duda abundan en los círculos del poder norteamericano los seres pensantes capaces de tener en cuenta las realidades y los obvios requerimientos de la supervivencia humana. Pero, lamentablemente, hay otros, en la élite del poder, que están en otra onda y que por lo visto ejercen una influencia decisiva a la hora de la verdad sea cual sea el presidente. Me refiero a sujetos que tienen en el oído los monólogos a puerta cerrada del tenebroso Leo Strauss, unos tipos convencidos de la superior sapiencia de la idiota de Ayn Rand, unos adictos al trotskismo de Kristol (una versión ultraderechista de la famosa “revolución permanente”). Estos van a lo suyo, inmisericordes, psicopáticamente decididos dominar el mundo por las malas, tomándose su tiempo, yendo por etapas, susurrando al oído del fantoche de turno, haciendo de paso negocios armamentísticos formidables so pretexto de emprendimientos guerreros no menos demenciales que el de Putin.
¿El país se queda en los huesos? ¿El capitalismo salvaje por ellos impuesto nos ha metido a todos en un callejón sin salida? ¡Es que les da igual! Que por algo están prendidos de las ubres del Complejo Militar Industrial (ese monstruo fuera de control sobre cuya peligrosidad advirtió el presidente Eisenhower en su discurso de despedida). Que esa porción de la élite pretenda arrogarse la representación de Occidente es una listeza intolerable (salvo que se refiera a lo peor de Occidente elevado al cubo). Del hecho de que hayan conseguido hacerse con el el apoyo de unos líderes europeos desconectados de la sensibilidad común solo se deduce que los valores occidentales que se publicitan como superiores han sido desactivados a ambos lados del Atlántico.
Ojalá estuviésemos ante un mero sometimiento perruno a los dictados norteamericanos, como parece a primera vista: ya es hora de que reconozcamos que la élite europea ha caído bajo el embrujo neocon, al punto de ser incapaz de pensar por sí misma hasta cuando la tratan a patadas. Siento decirlo, pero lo veo venir: estos primates europeos van a terminar de cargarse la autoridad moral heredada de las generaciones precedentes y, en la misma jugada, el Estado de Servicios que a ellas les debemos. Sí, están dispuestos a sacrificar a sus pueblos, a empeñarlos para los restos, a gastarse en armas lo que no tienen, a destruir y envilecer sus sistemas políticos, como si estuviesen decididos a copiar en sus respectivos países la degenerada polarización que distingue a la sociedad de sus mandantes. Es el momento de esgrimir la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero, ¿quién, entre esta gente poderosa, podría hacerlo sin que nos pareciera el colmo del cinismo?
Entre las consecuencias del derrumbe de la Unión Soviética, debemos incluir no solo el sueño neocon de un mundo unipolar bajo la férula de Estados Unidos, de penoso despertar. Porque a ese derrumbe le siguió la galopada, ya sin barreras, del capitalismo salvaje, que ni siquiera se molesta en frenar en vista de las tremendas crisis que produce (paga el contribuyente) , y algo más: una pérdida de valores. Para contender con la Unión Soviética y frenar la expansión del comunismo, había que cuidar las formas, mostrar lo bien y civilizadamente que se vivía en libertad, en democracia, con cierta idea de superioridad basada en ideales y valores de procedencia cristiana entreverados con los mimbres del liberalismo. Occidente se esmeró en presentarse como una alternativa bien probada y muy atractiva a los regímenes dictatoriales de Stalin y e Mao. ¡El mundo libre! Pero luego, tras la caída la Unión Soviética, al diablo esos valores, a los que solo se apela cuando interesa manipular las emociones de las “muchedumbres desconcertadas”.
El problema es que sin valores, sin la autoridad moral que se deriva de su cultivo, solo queda la fuerza bruta. Triste espectáculo: resulta que ya no hay nada más que se pueda oponer a Rusia y a China, cuyos líderes hace tiempo están advertidos de la mutación, del giro hacia el matonismo planetario y del carácter fraudulento de la apelación a los valores traicionados. Lo que en sí mismo no augura nada bueno. A estas alturas del partido, por cada acusación que los líderes occidentales lancen contra los regímenes de Rusia y China, estos lo tienen fácil: les basta con acusarlos de ver la paja en el ojo ajeno y de no ver la viga en el propio.
¿Hay alguna posibilidad de que Occidente recupere sus valores esenciales? ¿Puede recuperar su autoridad moral? Ojalá. Sería patético que los rusos o los chinos se vieran forzados a darnos lecciones de pragmatismo, y más patético aun que nos viéramos en situación de esperar que algún remanente de la Iglesia Ortodoxa Rusa, o algún giro dialéctico en el cerebro de Putin o alguna fórmula confuciana vengan en auxilio de la humanidad… ¡Qué dolor! ¡Qué vergüenza!