viernes, 5 de junio de 2009

ELECCIONES EUROPEAS


   Nunca he militado en las filas del euroescepticismo, pero a ratos experimento la tentación, muy rara en mí, de quedarme en casa, como si las urnas pudiesen esperar, como si la abstención fuese una buena manera de dejar constancia de mi irritación ante el curso de los acontecimientos.  Pero iré a votar el domingo.

   Quedarme en casa sería tanto como dar alas a los euroescépticos y a los antidemócratas, y por supuesto una manera de dar facilidades a la compleja marea antiprogresista.

   Aunque de poderes sospechosamente limitados, el Parlamento Europeo es el depositario de las esencias del sueño europeo. De no haber sido por él, por ejemplo, los pasteleros que propusieron la semana de sesenta y cinco horas se habrían salido con la suya. De modo que, aunque esté un poco cansado, tengo que ir a votar.  

jueves, 4 de junio de 2009

EL PARO Y LA TÉCNICA

A bombo y platillo se pregona una imperceptible amortiguación del paro. Se trata de calmar los ánimos, de ir tirando y de retrasar la quiebra de la cohesión social, ya muy tocada. 
Bajo el signo de la codicia de los que tienen la sartén por el mango, el problema de fondo no tiene solución, como ya deberíamos saber: en la era de la automatización, tan bien estudiada por Radowan Richta, no hay trabajo para todos. Así de sencillo.
La automatización combinada con la organización “científica” del trabajo opera silenciosamente mientras nos dejamos marear por cálculos macroeconómicos y protestamos contra las deslocalizaciones, los despidos, los ERES, la inepcia de las autoridades económicas y todo lo demás.
La robótica progresa con lentitud, porque, como es obvio, en un mundo saturado de trabajadores dispuestos a trabajar por poca plata, la sofisticada maquinaria sale más cara. Pero la robótica está llamada a trastornar por completo el panorama laboral del siglo XXI, siendo muy de lamentar que hayamos abdicado del deber de buscarle objetivos liberadores. Basta con releer El fin del trabajo, de Jeremy Riffkin para entrever lo que nos espera en ausencia de tales objetivos.

lunes, 1 de junio de 2009

DE LA CRISIS COMO “OPORTUNIDAD”

  Un amable comunicante considera que mi visión de la crisis económica es demasiado pesimista y me invita a pensar al confuciano modo, en el supuesto de que toda crisis es también una oportunidad. Y tendrá que perdonarme, porque sólo sé volver a las andadas y no veo “brotes verdes” por ninguna parte. 

   La crisis representa una oportunidad, pero, claro es, no para el común de los mortales, sino para quienes se encuentran en condiciones de apalear millones y de hacer valer su poder a mayor gloria de los grandes negocios. La ocasión es excelente sólo si de lo que se trata es de llevar  hasta las últimas  consecuencias la revolución de los muy ricos y de las gigantescas corporaciones  transnacionales.

   Considero muy sintomático que no se haya vuelto a hablar de “refundar el capitalismo”. De hecho, todos los esfuerzos de las altas autoridades económicas apuntan –con los recursos presentes y futuros del honrado contribuyente– a remendar el sistema, sin la menor intención de alterar el orden de cosas existente.

   Había que salvar a los bancos y al sistema financiero, claro es, por cuanto en la era del dinero fiduciario, basado todo él en la confianza, la cosa se estaba poniendo realmente fea, pero si se habla de algo es de rebajar los salarios, de prolongar las jornadas de trabajo, de despidos en masa, de revisar el sistema de pensiones y, en general, de “dinamizar” el mercado de trabajo, de nuevos impulsos privatizadores, en suma, de cumplir las aspiraciones de la escuela neoliberal, que lejos de llorar sus culpas se apresta a aprovechar la oportunidad… Ahora se trata de acabar de una vez con el sueño europeo, como antes se acabó con el sueño americano y como se acabó, hace ya bastante tiempo, con cualquier sueño del desventurado sur.

   La presente crisis será incluida por los historiadores en el capítulo consagrado a la revolución de los muy ricos, iniciada sigilosamente a principios de los años setenta. El capitalismo, que ahora llamamos “economía de mercado”, tiene una impresionante capacidad de reacción y, de hecho, ya ha empezado a digerirla. Vivimos bajo el signo de un crudo neodarwinismo social, vivimos a la sombra de Ricardo, y las lindas palabras ya no bastan para encubrir tan desagradable encuadre histórico.

    Eso sí, no hace falta ser ningún genio para predecir que, olvidadas las lecciones de los siglos XIX y XX, la presente revolución de los muy ricos acabará teniendo consecuencias políticas y sociales desastrosas. Sin duda, es el momento de releer el libro de Naomi Klein, La doctrina del shock – El auge del capitalismo del desastre, ya no con la tranquilidad de un espectador, sino con el acaloramiento de quien tiene buenas razones para temer por su sustento. 

ENERGÍA ATÓMICA

  Asistimos a una formidable campaña en favor del relanzamiento de la energía nuclear. Se trata, nos dicen, de la única solución a nuestro inquietante problema energético. Y no por casualidad, en gentil coincidencia con la señora Ana de Palacio, nuestra ex ministra de Relaciones Exteriores devenida en asistenta del muy tétrico señor  Wolfowitz, Felipe González se ha sumado a esta campaña con aires de buhonero mayor, ya del brazo del señor Berlusconi. Del nucleares no, nos vemos compelidos a pasar al nucleares sí.

    No sin arrogancia y pillería, se propala la especie de que la energía atómica es una energía “limpia” y “natural”. Se da a entender que es “inagotable”, que las centrales de “última generación” son  segurísimas y que, por lo tanto, los detractores de semejante maravilla somos unos mentecatos.

   Gentes hasta ayer mismo hostiles a las centrales nucleares se van rindiendo en las tertulias y en las redacciones de los periódicos ante lo que parece una marea de sentido común. Lo que no tiene nada de sorprendente: detrás de los rapsodas de lo nuclear operan los gigantes del sector, unas transnacionales poderosísimas, encabezadas por la Westinghouse y la General Electric, cuya capacidad de influir sobre la opinión pública es sobradamente conocida.

   No soy un tecnófobo, y precisamente porque no lo soy no se me puede pedir que tome en serio la propuesta nuclear por una mera campaña de marketing. Tengo en cuenta, en primer lugar, que la construcción de nuevas centrales, si bien será muy lucrativa para los gigantes del sector, le saldrá carísima al pobre contribuyente.

   Y tengo en cuenta que nada se ha dicho sobre la poquedad de las reservas de uranio, ni tampoco sobre el temible poder contaminante de la minería y el procesado del mineral, con el correspondiente resultado de mineros enfermos y muertos, y con el inevitable envenenamiento de aires, tierras y de acuíferos.

   Tengo en cuenta que el problema de los residuos radiactivos sigue siendo el mismo de siempre, con un potencial destructivo incalculable. Tengo en cuenta que las centrales nucleares tienen una vida limitada y que las de “última generación” son estupendas sólo sobre el papel. Y no he olvidado la catástrofe de Chernobil, el accidente de Three Mile Island ni el susto de la central de Tokiomura, ni tampoco el intolerable secretismo antidemocrático que rodea este tipo de asuntos.

    No se me puede pedir que aplauda en ausencia de garantías. El comité alemán de sabios que se pronunció contra el relanzamiento de la energía atómica se expresó con rigor, no así sus partidarios, siempre dados al optimismo y al voluntarismo, incompatibles con la seriedad del asunto.  Y por último, ¿a quién le parece moralmente aceptable que las próximas cincuenta y cinco mil generaciones se tengan que hacer cargo de nuestras inmundicias radiactivas, en su condición de víctimas de nuestra incontinencia económica y energética? No se me puede exigir que me convierta en cómplice pasivo de semejante monstruosidad.

martes, 19 de mayo de 2009

EL PRESERVATIVO, EL ABORTO Y EL TERROR

   La  arremetida del papa Benedicto XVI contra el preservativo ha venido a coincidir con el recrudecimiento de la polémica sobre el aborto,  sobrecalentada por la píldora del día después y por la posibilidad de que las jóvenes de dieciséis años puedan abortar sin permiso de sus padres. Salvo en  la propuesta de aproximar la ley a las particularidades de la sociedad contemporánea, en la cual, pese a quien pese, muchas chicas tienen relaciones sexuales sin la venia de la autoridad familiar, no hay nada nuevo bajo el sol.

   Sobre el aborto se discute desde hace varias generaciones; el preservativo tiene enemigos fijos; y el debate sobre los derechos de las muchachas no es de ayer. Lo que llama la atención es el tono de las discusiones. Para los conservadores, los partidarios del aborto son unos asesinos, lo que indica que seguimos donde estábamos, y encima  con una creciente carga de irracionalidad. No parece que estemos en el siglo XXI.

    En este clima será muy difícil llegar a acuerdos inteligentes sobre la mejor manera de proteger a las menores contra los peligros de hacer un uso lamentable de los poderosos medios disponibles. Podría ocurrir que los anticonceptivos clásicos fuesen desdeñados por la confianza que inspiran las medidas de emergencia más radicales. Y en medio de tanta discusión acalorada,  los mayores dilapidaremos nuestro crédito una vez más. Muchas jovencitas  creerán que las voces que señalan los peligros del aborto en el plano existencial son tan retrógradas  y tan indignas de atención como las que lo condenan de plano.

   En tan delicadas materias, al legislador se le pide que evite el mayor número posible de desgracias personales. Es su obligación en una sociedad democrática y abierta. Ahora bien,  tal como están las cosas, tendrá que contar con la feroz enemiga de quienes no quieren ver a la sexualidad humana liberada de  los terrores ancestrales.

    La misma mentalidad que llevó a  rechazar el uso del éter para aminorar los dolores del parto, la misma que torturaba al modesto masturbador de antaño con las más siniestras fantasías,  sigue terne en el empeño de aprovechar las enfermedades, los errores personales y los infortunios biológicos en su  maligna cruzada contra el placer. Porque, por extraño que parezca, para esa mentalidad, cuanto más dolorosa sea la sexualidad, cuanto mayor sea el castigo “social” o “natural” derivado de las acciones genitales que no aprueba, tanto mejor.

    De esa mentalidad proviene el pesado lastre que impide a las generaciones sacar lecciones válidas de la experiencia de aquellas que las precedieron por el camino de la vida. Porque, como digo, no apunta a la felicidad ni a la plenitud de la persona, sino a hacer daño, como no apunta al refinamiento de la reproducción humana sino a  mantenernos a todos en un grado de primitivismo digno  mejor causa. 

DOS MILLONES DE FUGITIVOS...


   Nos informan de que el ejército de Pakistán se apresta acabar con los milicianos talibanes, y así nos enteramos de que éstos andan mezclados “entre la población”, ya no muy lejos de Islamabad. Habrá que separar, pues, el trigo de la cizaña, de acuerdo con las pautas habituales, cuya sola mención debería producirnos escalofríos.    
    Dos millones de civiles paquistaníes buscan a tumbos las salidas del valle de That, y quien sabe cuántos más se agazapan en sus casas a la espera de lo peor. Por lo visto, un par de fotos y  unos cuantos despachos de agencia deben ser más que suficientes para recordarnos que estamos en guerra contra los talibanes y contra sus socios de Al Queda allí donde levanten cabeza y naturalmente con la razón de nuestra parte. Y no tiene ninguna gracia, porque, ay, con la razón de nuestra parte ya hemos dado suficientes muestras de barbarie, egoísmo y chapucería  como para aborrecernos a nosotros mismos.     
    Lo que está sucediendo en Pakistán es una extensión de lo que ha sucedido y sucede en Afganistán, lo que nos debe mover a reflexionar sobre nuestras culpas y sobre el evidente peligro de que millones de víctimas directas y  colaterales no vean por ninguna parte nuestra presunta superioridad moral. Para presumir de tal superioridad hay que tenerla. Así de sencillo.    Con objetivos vidriosos y  métodos brutales  acabaremos expandiendo todos los males contrarios a la civilización... 

jueves, 14 de mayo de 2009

CUATRO MILLONES DE PARADOS...

La economía española se contrae sin que nuestros dignos representantes hagan otra cosa que marear la perdiz como se acaba de constatar con motivo del debate sobre el estado de la Nación. Si tenemos en cuenta que el futuro es como para echarse a temblar, el debate fue, en sí mismo, irritante.

Las insinuaciones de los altos organismos internacionales y las negras previsiones de Paul Krugman dejan poco margen para los espejismos tranquilizadores. Tras varios lustros de autocomplacencia, nuestra bienamada democracia tendrá que dar el do de pecho, so pena de sufrir un tremendo desgaste. Las repercusiones políticas del estado de cosas que nos aflige están a la vuelta de la esquina y más vale que nuestros representantes se abstengan de despilfarrar la legitimidad democrática, un bien precioso. No es el momento de las discusiones tabernarias, ni tampoco de las medidas de pacotilla “para la galería”. Y lo mejor que podrían hacer es reconocer, tanto por la izquierda como por la derecha, la culpa común en el mal que nos ataca.

Porque unos y otros han andado de ladrillos hasta arriba, sin pensar gran cosa en el futuro, como acredita nuestro maltrecho sistema educativo y el mezquino trato dispensado a nuestros investigadores. Porque unos y otros han perdido el tiempo, sin esforzarse por sentar las bases de una economía dotada de motores propios, que es algo que no se improvisa y que es justamente lo que ahora más vamos a echar de menos, sin que nadie, por otra parte, admita su parte de responsabilidad en lo sucedido.