El presidente Sarkozy ha metido a sus compatriotas en un buen lío al imponerles desde el Elíseo una reflexión sobre la esencia de “ser francés”. Puede ser muy molesto tener un presidente deslumbrado por la filosofía comunitarista y, por lo que parece, poco consciente de lo que ésta tiene de contrario al legado de la Ilustración, algo que, tratándose precisamente de Francia, resulta casi inconcebible.
Para comprender la iniciativa hay que recordar que el hiperactivo Sarkozy, que de por sí pugna por ser original, pertenece a una derecha cuya vocación conservadora ha sido lanzada por la borda en aplicación de las lecciones del viejo F. A. Hayek (reléase Los fundamentos de la libertad, especialmente el capítulo titulado “¿Por qué no soy conservador?”).
Preparémonos, pues, para oír las cosas más peregrinas. En lugar de una definición interesante de qué es eso de ser francés, todo quedará, como es inevitable a estas alturas de la historia, en una enumeración de las características de las personas que determinados franceses, no necesariamente los más cultos y viajados, entienden por no francesas y por lo tanto necesitadas de corrección o marcado.
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