Entre otras particularidades, la neoderecha se caracteriza por el uso que hace de la palabra libertad, una palabra que los conservadores de pasados tiempos administraban con comprensible avaricia. ¡Libertad!, grita la neoderecha venga o no a cuento. Ya se han quedado con la palabra, como si les perteneciese en exclusiva, y los más de sus peones se dicen libertarios, nada menos, mientras agitan banderas confederadas o arremeten contra el aborto o el matrimonio gay. Es evidente que les trae sin cuidado el asco que sus burdas contradicciones ocasionan a los espectadores ilustrados. De hecho, son perfectamente capaces de ser a la vez muy patriotas y muy neoliberales. Cosas de la libertad...
Esto viene de lejos, y ha dado lugar a un curioso mecanismo de dominación intelectual en el que participan desde las gentes indoctas hasta intelectuales orgánicos de diversa categoría. Ya ha cuajado una mentalidad antiilustrada que amenaza con llevarnos a una edad oscura como no hubo otra igual. De modo que no nos extrañe que Mario Vargas Llosa y Fernando Savater hayan arremetido públicamente contra actuaciones gubernamentales encaminadas a la contención del coronavirus –como si estas atentasen contra la libertad y sirviesen a propósitos ocultos–, metidos ambos dos en el mismo rollo asocial de los Bolsonaro, los Trump y los salidos a las calles en lujosos coches para protestar contra el confinamiento impuesto por el dictador Sánchez. Esta locura tiene su historia.
Después de leer a Gramsci, habiendo comprendido la necesidad de ganar la batalla de las ideas, el movimiento retrógrado que hizo posible la contrarrevolución triunfal de los muy ricos, empezó a hablar de libertad a todas horas, y esto desde mediados de los años setenta según he podido comprobar.
La libertad era del gusto de todos, claro, y se consideró genial vocearla para hacer trizas el consenso keynesiano, el espíritu del New Deal y la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Libertad, frente al Estado, en primer lugar, y libertad para hacer negocios contrarios al bien común. Tomemos nota: Friedrich Hayek declaró que él no era un conservador, sino otra cosa mejor, un libertario. Lo que hacía juego con la idea de que la sociedad no existe, ni tampoco la responsabilidad social.
Desde el principio se vio que se podía ser libertario y carca a la vez, ¿por qué no? La neoliberal Margaret Thatcher pedía libertad económica y al mismo tiempo demandaba un regreso a la moral victoriana. ¿No lo recuerdan? Ronald Reagan liberalizaba la economía y se las daba de seguidor de Jerry Falwell, un telepredicador capaz de afirmar que los dinosaurios se extinguieron por no caber en el arca de Noé. A fin de cuentas, cualquier tontería podía ponerse bajo la bandera de la libertad. Eso sí, había que tener tragaderas y mucha jeta si pensamos en los resortes represivos del movimiento, ciertamente temibles. Estos fanáticos de la libertad acabarían convirtiendo a los partidarios del aborto en asesinos, en lo peor de lo peor.
Mucha gente creyó que se hablaba en defensa de su libertad y no de la libertad de los peces gordos. Tremendo malentendido. No costó nada asociar la no libertad con el Estado y, ya puestos, con la izquierda en general. Se trabajó en firme para que las buenas gentes se convenciesen de que la socialdemocracia es lo mismo que el comunismo y el comunismo igual al estatismo soviético o norcoreano, variantes de la no libertad asociadas a la miseria (¡como si no hubiera cuarenta millones de pobres en Estados Unidos, no se cuántos viviendo en coches y alcantarillas!).
Otra genialidad de las eminencias grises de la citada contrarrevolución fue propalar la creencia de que hay un pensamiento único, políticamente correcto, un supuesto invento de la izquierda tramado con el propósito de negarte la libertad de expresión y de ocultar las realidades más obvias. Dicho pensamiento te impide decir cuatro verdades sobre los homosexuales, los transexuales, las feministas, los negros, los musulmanes y los emigrantes, como te impide hablar mal de la democracia. Según los publicistas del movimiento retrógrado, ya estamos sometidos a la dictadura de tal pensamiento. De donde resulta que es prácticamente un deber ponerse a decir barbaridades contra esos grupos, contra el sistema político y, si se tercia, afirmar que la tierra es plana, que el calentamiento global es una chorrada, que coronavirus es una mentira y que el Holocausto no tuvo lugar.
Estamos, pues, ante un movimiento antiilustrado de lo más peligroso, y por si alguna duda nos quedase, tomemos nota de que aquí solo se habla de libertad, y nunca, ni por descuido, de igualdad y fraternidad. La izquierda, así lo entiendo, cometería un error imperdonable si se dejase afanar la libertad por estos descuideros. Le toca reivindicar a todas horas el lema clásico de la modernidad: libertad, igualdad y fraternidad. De paso, se librará de que ese movimiento retrógrado la siga cañoneando a placer con el argumentario de la Guerra Fría con la clara intención de arramblar con las conciencias de millones de despistados. Tal y como están las cosas, ni la igualdad ni la fraternidad sobrevivirán si simplemente las damos por sentadas y por resistentes al silencio.