El presidente Rajoy se superó
a sí mismo como vocero de su propio éxito, entendido como promesa
de futuros y formidables logros. Sus
opositores consumieron sus respectivos turnos en denunciar los aspectos negros de su gestión,
anticipo de cosas peores con toda seguridad.
El presidente y sus
oponentes han dado la curiosa impresión de referirse a países distintos. Puestas
así las cosas, no hay nada que decirse. Él nos ve salvados de la crisis, ellos
completamente hundidos. No hay coincidencia en el diagnóstico ni en las cifras
ni en el tratamiento. No hay ni el menor asomo de un proyecto común. No puede
haberlo.
El
presidente llegó al colmo de ordenarle a Sánchez, maleducadamente, que calle
para siempre. Como si le hubiese
traicionado o poco menos al venirle con las mismas críticas que el resto de los
partidos de la oposición de centro y de izquierda.
Anécdotas aparte,
vemos enfrentados dos modelos de sociedad, el neoconservador-neoliberal (psicopático
por definición), y el socialdemócrata en sus diversas versiones. O con uno o
con el otro. Hay mucha gente de hábitos centristas, pero en medio solo un
socavón.
El
presidente sigue terne en su devastadora huida hacia delante. Confía en el poder de sugestión de las
cifras macroeconómicas, un truco mil veces repetido desde los tiempos de Reagan
y Thatcher. Desde los tiempos de Menem y Fujimori. Los pueblos
acaban hartos del engaño, como nos acaban de recordar los griegos, de pronto
mayoritariamente insensibles a las zanahorias, las promesas y las amenazas.
No
es un dato menor que, según el CIS, el 60% de los encuestados haya reprobado
las intervenciones de Rajoy. Su triunfalismo, sus promesas, sus elusiones, marrullerías,
zanahorias y amenazas no le han servido de mucho. Pero da igual: de aquí a las
elecciones seremos martirizados
por el mismo argumentario falaz. Y es
que no tiene otro, como no lo tienen los poderes internos y externos que le
respaldan. Se juega fuerte, a cara o cruz, de modo que tales poderes le
arroparán. Ya le pedirán después, si es que sobrevive, que siga con las
“reformas”.
No
es cierto, por otra parte, que el
presidente desconozca el país por completo. Sabe de su miedo, por ejemplo.
Al ver venir las urnas no ha dudado en lanzar por la borda el 99% de la
propuesta antiabortista de Gallardón, una pasada neoconservadora que le podía
costar muchos votos. Las tasas judiciales acaba de eliminarlas de un plumazo,
por la misma razón.
¿Se le había pasado por alto el sufrimiento de los enfermos de hepatitis
C? ¡Pues no! ¿Y la angustia de los endeudados? ¡Pues tampoco! De ahí que anuncie
medidas de última hora. Y
seguramente, ya que estamos en la recta final, tomará otras por el estilo, destinadas a los grandes
titulares, insuficientes en la práctica.
El
mensaje: dado lo bien que ha hecho
las cosas, ahora justamente puede permitirse tales concesiones. Por mínimas que
sean, de ellas se infiere que necesita más tiempo, ¡otra legislatura! Nos vemos invitados a creer que él es el
único que opera en el mundo real, a diferencia de sus rivales políticos… Eso
sí, sin acordarnos, se supone, de los niños españoles hambrientos, ni de los
ancianos en apuros, ni del frío, ni de ninguno de esos terribles datos que
eludió a conciencia, y menos de cómo se ha desplumado a las clases no
privilegiadas en beneficio de la elite por todos conocida.
Este debate sobre el Estado
de la Nación, tan mísero, nos ha mostrado su pavorosa soledad. Apareció
totalmente desconectado del resto de nuestros representantes en el Congreso.
Sólo le jalean los suyos, corresponsables de la galopada que de no ser parada
en seco nos devolverá a lo peor del siglo XIX.