Las revelaciones sobre los distintos entramados corruptores se
potencian, pero también se tapan unas a otras y, lo que es peor, nos esconden
la raíz del problema, a saber, la mentalidad
que los ha hecho posibles.
Nuestros grandes corruptos
son algo más que simples chorizos y pícaros. Porque operan desde el poder, porque
conforman una entera clase de personas, porque no roban para sobrevivir sino
para engordar, porque se consideran por encima de las leyes que conciernen al
común de los mortales y, sobre todo, porque la tienen tomada con los
dineros y los bienes del
contribuyente, objetivo estupefaciente de todos sus emprendimientos y desvelos.
¿El bienestar del prójimo? ¿La buena salud de las instituciones? ¿La grandeza
de la patria? ¿El respeto por la función pública? ¿La alta finalidad de la
política? ¿La reputación del partido en que se milita? Oh, ¡qué preguntas más
ingenuas! Todo eso les importa un carajo. Disponen, es evidente, de una mentalidad caracterizada por un egoísmo radical.
Como nada recuerdan y
nada saben, se diría que delinquieron sin querer, por lo que no pueden
arrepentirse… Pero no me cuadra: estamos
hablando de delitos complicados, realizados en comandita, muy meditados, nada
parecidos al robo de un gallina. ¡Cuánta sustancia gris perdida en esos turbios
manejos!
¡Ese permanente estado de
acecho, a la espera de una buena presa! ! ¡Qué tremenda y sostenida obsesión
por las ganancias! Tan tremenda que en todos los casos se ha planificado mucho
mejor la ocultación del dinero que el borrado del rastro que lleva al criminal,
por lo general de lo más chapucero (libretas, conversaciones telefónicas,
mails, etc.). A esto precisamente se le llama dar la vida por el dinero.
Uno se pregunta por el estado de la
conciencia. ¿Han experimentado estos personajes las torturas íntimas y los
sudores nocturnos propios de quien ha delinquido y lo sabe, del que presiente
una irrupción policial? ¿Han considerado la posibilidad de suicidarse? Lo lógico
sería que sí, pero con esta rara mentalidad lo más probable es que no. No
parece haber mucho de eso que
antes se llamaba vergüenza. A quien arriesga su vida y sus neuronas por la
pasta, a quien es capaz de pringar a toda su familia, no viene a cuento pedirle que se enrede en consideraciones
sobre la honra y temas afines.
A algunos hasta se les ha oído demandar a la sociedad el cumplimiento de
las mismas leyes que ellos se saltan, no se sabe si dando el do de pecho como
hipócritas o por padecer un desdoblamiento
de la personalidad. No es de extrañar que en lugar de arrugarse, se crezcan,
declarando que son objeto de una cacería.
Si los apuras, es posible
que te digan: “En mi lugar, tú habrías hecho lo mismo”. Y eso lo dicta su
mentalidad, incapaz de comprender que no es nada normal echarse encima
semejantes obsesiones, semejante actividad y, en definitiva, semejante calvario
judicial. ¿Simplemente por el
gusto de hacer dinero fácil y de estar en la onda de los tiburones? Podemos
estar seguros de que la inmensa mayoría de los españoles no se metería en
semejante berenjenal ni harta de vino.
No
estamos ante unas cuantas manzanas podridas. Estamos ante una forma de ser que
implica una completa desmoralización. Y tengo para mí que debemos poner este fenómeno en relación con
la penetración de los mantras neoliberales.
¿De donde salió la loca idea de que la sociedad no existe? De los
argumentarios neoliberales, lo mismo que el desprecio por la titularidad de lo
público (ya que no por lo que lo público tenga de negocio particular), lo mismo
que el desprecio por la gente, lo mismo que la canonización del trepa, lo mismo
que el gusto de presumir de la riqueza, entendida como símbolo del triunfo.
La policía y los tribunales
han tenido y tendrán muchísimo trabajo con esta gente, está visto. Otra cosa es
que puedan poner coto al fenómeno con sus solas fuerzas. Sin la movilización de
anticuerpos morales me temo que no hay nada que
hacer. Mientras haya elementos que
conviven con la corrupción con tanta naturalidad que ni siquiera la ven,
mientras haya tantos votantes que en el fondo de sus corazones envidian al
corrupto triunfal hasta el mismo instante de su caída, dudo de que la cosa tenga remedio.