La
deposición de Tony Blair sobre sus
razones para ir a la guerra ha sido más bien patética; no ha hecho más que
repetirse con senil obstinación. Que si las armas de destrucción masiva, que si la maldad de Sadam
Hussein, “un pscópata”, que los
peligros futuros, lo de siempre. El problema que por lo visto no atañe al señor
Blair es el siguiente: si con tales “razones” se ha ido a la guerra, ¿quién nos
garantiza que esta escalada ha terminado,
que la humanidad se encuentra a salvo? Que el señor Blair sea un
supuesto líder progresista, ex presidente de un nación libre, agrava el cuadro...
Reagan bombardeó Libia tras un incidente en el
club nocturno berlinés La Belle, con sus buenas “razones”: una supuesta conjura
libio-sandinista, que hacía temer por la seguridad de los Estados Unidos, a
punto de sufrir –no exagero– una invasión… Luego vino lo de Panamá, con el
publicitado propósito de raptar al presidente Noriega. A creer a Bush padre, Noriega,
viejo compadre como Sadam Hussein, era
–se había descubierto de repente– un peligro para la seguridad de
Estados Unidos, un tipo que esnifaba coca en calzoncillos, que hacía vudú, un
monstruo. Ni se habló del Canal … y con eso bastó para bombardear e invadir el
país, lo que costó la vida a millares de inocentes. ¿Vamos a seguir en este plan?
Como desde Tucídides hemos aprendido a distinguir, en caso de guerra,
entre los pretextos, la ocasión y los verdaderos motivos, las explicaciones del
señor Blair nos causan –hablo en plural, si me permite la licencia–, más que
perplejidad, auténtica angustia existencial.
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