Solemos atribuir a los poderosos capacidades extraordinarias, rigor
analítico, sentido de la previsión, competencia técnica, control de los
factores en juego, en una palabra, inteligencia. Sin embargo, haríamos bien en
contar siempre, al estudiar cualquier fenómeno histórico, con las chapuzas inherentes al
ejercicio del poder. “El poder atonta”, dijo Nietzsche, y es la pura verdad.
Después
de habernos reído muchísimo de las chapuzas soviéticas, resultado de la
concentración del poder,
deberíamos tener, al menos, la capacidad de prestar atención a las
nuestras, por norma además. El exceso de poder, en cualquier ámbito, es
inseparable de la arrogancia, de
la pérdida del sentido de las proporciones y, por descontado, de la capacidad de
autocrítica.
Me
permito recomendar la lectura de El imperio de Hitler, de Mark Mazower. El mito de la “eficacia alemana”
se ve definitivamente puesto en su
lugar, pues aquello fue, aparte de criminal, una completa chapuza. Siempre, queridos amigos, hay que
contar con el factor chapuza y no dar por supuesto jamás que quienes tienen la
sartén por el mango saben lo que se hacen. Porque pueden haber perdido la razón
y ser no sólo unos atolondrados sino también unos tipos muy peligrosos.
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