Nuestros mayores pasaron de la alegría del 14 de abril de 1931, fecha del advenimiento de la
República, a los horrores de la Guerra Civil. Impresiona que semejante tránsito
fuera siquiera posible en tan poco tiempo. Queda la gran lección de que es insensato hacer política, o dejar
que otros la hagan, como si ciertas cosas no pudieran pasar.
Los excesos del historicismo, la milonga del fin de la historia y el
interés que pone el poder establecido en borrar sus propias huellas nos privan de
este tipo de lecciones. Me será dicho que no sirven para nada, que el retorno
de la insensatez es lo único que podemos dar por seguro. Sí y no. De hecho, una
lección histórica puede pasar de una generación a la siguiente. ¿Cuántos
españoles, con la memoria de “aquello” presente, han contribuido a asentar el
pacífico modo de ser que hoy nos caracteriza? Algo se ha aprendido, con independencia de las polémicas de
los historiadores y publicistas. Y desde luego que tampoco cabe desdeñar las
lecciones particulares, de político a político.
Recuerdo, por
ejemplo, una tardía confidencia de José María Gil-Robles (a quien tengo por uno
de los principales responsables de la tragedia de 1936). A la vuelta de los
años, en una cena de lo más distendida, Gil-Robles confesó que había llegado a la conclusión de que su peor error en tiempos de la República
había sido negarse a aceptar la Constitución. Manuel Fraga Iribarne, ahí
presente, tomó nota y en su momento, haciendo un esfuerzo supremo, aceptó la
Constitución de 1978 y presionó a sus seguidores, más bien hostiles, para que
hicieran lo propio. Tenía esta Constitución algunos puntos que le irritaban (eso de la nación de
naciones), pero comprendió que lo trascendental era alcanzar un consenso, no
fuéramos a descarrilar como en tiempos de la República.
Estos días, como conviene al aniversario, se ha hecho especial hincapié en
los preparativos del golpe y se ha insistido en algunas generalidades. Falta espacio para las causas profundas del conflicto. Se plantea lo
sucedido en términos de una confrontación entre fascistas y
antifascistas. Yo creo que no hay mucho que aprender de esta figuración del
golpe y de la guerra civil, como tampoco de la que nos habla de una batalla
entre comunistas y anticomunistas. Es un lenguaje de trinchera, muy maniqueo,
impactante aún pero de pobre contenido intelectual. Quedan fuera del campo de
visión temas tan principales como el enfrentamiento entre lo moderno y lo
premoderno, la poquedad del liberalismo español, el deficiente rodaje
democrático, la persistencia de la mentalidad autoritaria, las lacerantes
desigualdades sociales o la eclosión de un catolicismo violento, un fenómeno
que reclama todavía un estudio en profundidad.
En rigor, aunque abundasen
los derechistas fascistizados a toda velocidad, los fascistas propiamente
dichos fueron muy pocos en el bando sublevado. Los antifascistas, por su parte,
eran de tan variada condición que el término termina por confundir. Puesto el
acento en el carácter fascista de la sublevación, se ha perdido la oportunidad
de subrayar que los preparativos del golpe no obedecieron a una pulsión antidemocrática
de corte fascista sino a los concretos intereses materiales del intratable bloque
dominante. Es probable que en otro contexto, el golpe no hubiera alcanzado una
dimensión totalitaria. No cabe duda de que el fascismo le prestó ideas,
ceremoniales y modos, pero, amenos a mi parecer, los golpistas obedecieron a su propia lógica (mas bien irritante tanto para Mussolini como para Hitler). En cuanto a la aspiración a cortar por lo sano, a exterminar al
oponente, considerado un bacilo, no era de filiación exclusivamente fascista, como sabe cualquier estudioso del estalinismo.
En definitiva, tras la victoria del Frente Popular en febrero de 1936,
la conspiración antirrepublicana, que venía de lejos, cobró un brío tan inusitado
como repentino. Fue entonces cuando ese bloque dominante tuvo un presentimiento fatal, el de que,
ahora sí, la República impondría las reformas, de buen grado o presionada desde abajo, esas reformas
pendientes que fundamentaban su razón de ser, las mismas que habían sido revertidas o bloqueadas durante
el bienio negro. Mientras la derecha conservadora, esencialmente antiliberal y
antirrepublicana, pudo controlar importantes resortes de poder y tener a su
merced a la República, los eternos golpistas no recibieron estímulos ni
cantidades significativas de dinero.
Ahora bien, en cuanto se vio venir
un recorte de privilegios y una verdadera
redistribución de la riqueza de resultas de la victoria del Frente Popular, ya convencidos de que les sería
imposible acceder al poder por la vía legal, los líderes de esta derecha
optaron por un golpe de Estado en toda la regla. Las justificaciones retóricas
del golpe, que todavía se oyen de vez en cuando, no podían faltar, pues se
trataba de encubrir un crudo asunto de poder, algo impresentable en sí mismo.
La élite de esa derecha no estaba dispuesta a
ceder en ningún aspecto, nunca lo estuvo, como comprobó en sus propias carnes
Manuel Giménez Fernández, un hombre de rectas intenciones (en cuanto quiso
hacer valer lo que él creía que era la doctrina social de la Iglesia se vio
duramente atacado por sus correligionarios de la CEDA). De lo que se extrae
otra lección válida para todo tiempo y lugar. Cuando de verdad están en el
alero los privilegios y los bienes de la elite del poder, es de temer una
reacción violenta, cruel y vengativa. Y otra más, obviamente relacionada: la
imposición o el mantenimiento de una sociedad no igualitaria solo puede
ocasionar, tarde o temprano, una desgracia colectiva. A nuestro favor tenemos
una sociedad mucho más homogénea en el plano intelectual y material que la de
los años treinta. Pero sería una locura jugar con fuego.