Oigo tambores de guerra, por la expulsión de embajadores sirios, por el
feo asunto de que se haya usado una foto de la guerra de Irak para ilustrar los
horrores perpetrados por Bacher el Asad, por el aislamiento de éste, que me recuerda el de Noriega, el de
Sadam y el de Gadafi, por la unanimidad mediática en su contra, por la
vocecilla de Kofi Annan, por la ausencia de noticias sobre los rebeldes, de
cuya integridad moral nadie duda. A algunos les vendría bien otra tormenta de
acero, por la pasta y para distraer la atención del mundo.
El espectáculo es más bien
asqueroso. Resulta que JPMorgan acaba de repetir la conocida orgía, con el
consiguiente agujero, lo que indica que todo sigue igual, ya por hábito, como
ilustra la siguiente noticia: el superoligarca Aubrey McClendon acaba de
saquear su propia compañía de gas, la segunda del país, desplumando a medio
mundo, empezando por los infelices que tenían los planes de pensiones a su
cuidado, y todo indica que se irá de rositas. Aquí tenemos el caso de Bankia. Me fue dicho que yo
exageraba al hablar de su hundimiento. Y no, lamentablemente no. Tal y como
están las cosas, Rato podría volver a ser ministro.
Me
entero –juro que ha sido sin querer– que Telefónica, el Ritz y el Palace están
libres, como la Iglesia, de pagar el Impuesto sobre Bienes Inmuebles. Lo que me
recuerda privilegios dignos de la Edad Media. Al mismo tiempo, me roza la
noticia de que el rey pidió fondos al señor Bernard Arnault, propietario de Louis
Vuitton, con destino al instituto dirigido por Urdangarín. Preferiría no
haberlo leído, la verdad. Parece el señor Divar se ha pasado veinte fines de semana en Marbella a cuenta del erario público, ¿es normal? A creerle a él, claro que sí, y ni siquiera entiende que alguien se haya molestado por esa menudencia.
Y
resulta que a los mineros asturianos, como a los estudiantes y sus profesores, como
a los profesionales de la sanidad, como a los encargados de la limpieza del aeropuerto
de El Prat no se les ofrece otra cosa que un muro de silencio. La gente normal
tiene motivos para sentirse despreciada. Y encima tengo que oír que, en adelante,
los soldados tendrán que pagar de su bolsillo parte del rancho. ¡Increíble pero
cierto! ¡Señal de locura! Un país que llega al
extremo de cobrarle la comida a sus soldados…
Contemplo a Javier Krahe, el cantautor, dignamente sentado en el
banquillo, juzgado por una obra de arte de los años setenta, en la que se
procede a cocinar un Cristo. Y así me entero de que no vivo en un país libre.
Me solidarizo con Krahe, único sentimiento reconfortante en medio de tanta
miseria.