Ya cansado de los acuerdos
imposibles y los juegos de prestidigitación política, irritado incluso, enfilo con mis expectativas por la
breve recta que conduce a las urnas. Confieso que tengo que hacer un
considerable esfuerzo para reconocer lo obvio, a saber, que el 26 de junio
tendrá lugar una cita electoral de la mayor trascendencia. No será una cita más
en una situación de normalidad. Los resultados y la evolución de los
acontecimientos pondrán a prueba la salud de nuestro sistema democrático y, al
mismo tiempo, determinarán nuestro rumbo en asuntos mundiales gravísimos. Piénsese
en el monstruoso peso de la deuda, en el vaciamiento de la hucha de las
pensiones, en el artículo 135, en los recortes en educación y sanidad previstos
para después de estas elecciones, en la miseria ciudadana y, por supuesto, en
el TTIP.
Desde el 20-D hasta la fecha, la única novedad de relieve ha sido la
alianza de Podemos, Izquierda Unida y Equo, una fuerza cuyos límites no hay
manera de calcular por adelantado, pero que por su sola existencia representa una aclaración de los términos de la
batalla política en que nos vemos inmersos. Podemos ha dejado de jugar a la
gallina ciega, ha renunciado a dárselas de centrista, o de pícaramente
indeciso, para asumir la representación que ya le atribuían tanto sus
adversarios como el grueso de sus seguidores, a saber, la representación de los
votantes de la izquierda real.
El nombre Unidos Podemos oculta la
palabra izquierda, pero ya da
igual. Sobre esta fuerza caerán todos los proyectiles del repertorio
neoliberal. Será tildada de comunista, leninista, trotskista, chavista,
madurista y demás, se ponga como se ponga. A mi modesto entender lo peor que
puede hacer es dar la menor señal de sufrir algún complejo de inferioridad. (Apréndase
de la derecha, que de acomplejada
por motivos más que sobrados pasó, tras repetidos baños en asertividad,
a no dudar ni de sus mentiras y a
presumir de una buena conciencia a toda prueba.)
Como ya he dicho alguna vez el
centro del espacio político no pasa de ser una ficción electoral. El centro
es hoy una delgada tierra de nadie. De un lado, el frente neoliberal, del otro
un frente antineoliberal. Ya le gustaría a uno que hubiera más variedad, pero
no la hay. Lo que hay es temor. Y se
votará bajo la influencia del temor, perfectamente justificado por otra
parte.
Habrá quien vote al PP por
miedo a lo desconocido y por creer que si se está incondicionalmente de parte
del poder universal uno será objeto de trato preferente. Esta versión del síndrome
de Estocolmo explica, en parte, que varios millones de españoles hagan la vista
gorda a la corrupción y a los síntomas de narcolepsia.
Habrá
quien vote al PSOE con la esperanza de que a fuerza de compadreos con dicho
poder, acierte a arrancarle unas migajas. Y naturalmente, algún votante habrá
que votará a Ciudadanos imbuido de la misma ceguera, acaso con la esperanza de
que Rivera sea un neoliberal más consecuente que Rajoy y, por lo tanto, aun más
grato a los ojos de la Troika. Me refiero, claro es, a votantes que todavía no
terminan de creer que el aludido poder pueda estar tan loco como para
conducirnos a la ruina a todos, también a sus cómplices.
Quienes temen a Unidos Podemos
tienen, como se ve, tres opciones, y cabe pensar que son numerosos, como también son muchos los que votarán a
esta opción en busca de algo que oponer a la galopada neoliberal.
Ni qué decir tiene que también
el votante de Unidos Podemos pasará por momentos de prueba, de temor. Temor a
que Iglesias y los suyos se queden cortos o se pasen, temor a la reacción de
poder, temor a un chasco como el de Syriza. Así pues, el temor que hasta ayer
mismo se cebó en los negociadores, ahora ha vuelto a los votantes. Lo que no se
detecta es ilusión.