La percepción que uno tiene sobre lo
que está pasando en Libia es de lo más extraña, muy expresiva de la época que
nos toca vivir.
Hay una versión oficial, según la cual
nos hemos involucrado en la guerra por motivos estrictamente humanitarios.
Asentado el principio de que los rebeldes son los buenos, reservado el papel de
malo a Gadaffi, se supone que debemos alegrarnos de las victorias de
aquellos y de las derrotas de éste. Y se supone también que debemos hacer la
vista gorda ante el hecho de que la OTAN no se haya atenido al papel de fuerza
de interposición. Todo sea por la causa, tan intachable.
Pero hay
otra versión, según la cual los intereses que mueven a occidente son cualquier
cosa menos presentables, porque hay que tener en cuenta el petróleo y las arcas
del dictador, repletas de divisas, un botín suculento en estos tiempos de
estrechez, esto por no entrar en consideraciones geopolíticas más o menos obvias y por dejar a un lado el vidrioso asunto de la creciente compulsión a hacer uso de la fuerza.
Las informaciones sesgadas han sido la norma, y parece que, en lugar de vivir en una sociedad abierta, bien informados, debamos considerar normal la ausencia de noticias y de debates parlamentarios serios.
Sin embargo, al final nos enteramos de que los rebeldes que estamos apoyando cometen atrocidades indescriptibles, nos enteramos de que, hasta ayer mismo, las relaciones de Gadaffi con occidente eran, aunque tenebrosas, excelentes, nos enteramos de que el líder rebelde Belhady, el héroe de la conquista de Trípoli, es un acreditado extremista islámico y de que él y gente de su entorno han tenido algún trato con el tristemente célebre Tunecino de los atentados de Madrid.
Uno se pregunta qué clase de democracia puede salir de todo ello, pero hay algo seguro: Cuando dentro de un tiempo encajen las piezas del rompecabezas, el cuadro nos dejará espantados, por la lógica del trazo, por la chapuza, por la maldad y por las mentiras que nos tragamos.
Sin embargo, al final nos enteramos de que los rebeldes que estamos apoyando cometen atrocidades indescriptibles, nos enteramos de que, hasta ayer mismo, las relaciones de Gadaffi con occidente eran, aunque tenebrosas, excelentes, nos enteramos de que el líder rebelde Belhady, el héroe de la conquista de Trípoli, es un acreditado extremista islámico y de que él y gente de su entorno han tenido algún trato con el tristemente célebre Tunecino de los atentados de Madrid.
Uno se pregunta qué clase de democracia puede salir de todo ello, pero hay algo seguro: Cuando dentro de un tiempo encajen las piezas del rompecabezas, el cuadro nos dejará espantados, por la lógica del trazo, por la chapuza, por la maldad y por las mentiras que nos tragamos.