La
crisis en que estamos metidos, crisis que se utiliza descaradamente para
imponernos el rancio catecismo neoliberal (una mezcla repulsiva de laissez-faire económico y moral
victoriana), me produce una sensación de déjà vu francamente insoportable. En el
caso de España, como en el de Europa, tiene sus particularidades,
pero en último análisis estamos ante una repetición, cuya colosal novedad es
que, en lugar de espectadores y beneficiarios, somos las víctimas.
Los
cálculos económicos son obsesionantes, pero hay que levantar la vista y mirar
en derredor. La pócima que nos vemos obligados a tragar ha sido ya apurada
hasta las heces por los indonesios, por distintos pueblos sudamericanos, por
los rusos, por los antes llamados yugoslavos y, desde luego, por los propios
norteamericanos. Siempre la misma jugada, que incluye la desregulación, las
privatizaciones, el saqueo de los bienes públicos y la dilapidación de
generaciones enteras bajo las mismas barbas de los pueblos estupefactos. Esto está muy visto y responde a una trama que no es
meramente económica.
Allá por
el año 1948 el presidente Truman anunció que “el sistema americano” o
“capitalista” sólo podría perpetuarse en Estados Unidos si se convertía en un
sistema “mundial”. Por lo tanto, cualquier prurito “nacionalista” estaba fuera
de lugar y habría que acabar con él por las buenas o por las malas. Truman no hablaba por hablar. En ello
estamos. Y no es una mera cuestión
de flujos de capital, como acreditan los drones, los sobornos y los nudos corredizos.
Estamos, desde luego, ante un asunto de poder, de un poder oligárquico supranacional. El viejo Truman creía que su plan era beneficioso para el pueblo americano, y se llevaría una buena sorpresa al ver el sesgo tomado por su ambicioso plan.
Allá por
los años setenta, Henry Kissinger hablaba de los “países llave”. En lugar de
dominar a todos y cada uno, lo más práctico y lo menos llamativo era contar con un país dominante, sobre
el cual delegar la dominación de los más flojos. En ello estamos también. El
papel de Alemania me parece claro, a condición de no confundir a la oligarquía capitaneada por la señora Merkel con el pueblo alemán, ya camino del empobrecimiento.
Recomiendo un pequeño repaso sobre lo
mal que les ha ido a quienes se han salido del guión, desde Jacobo Abenz a Jaime
Roldós, desde Lumumba a Milosevic, sin olvidar a Sadam Hussein. Bueno era
Yeltsin, no Gorbachov, que se tuvo que ir a su casa. Y ya vemos lo que le está
pasando al sirio Al Assad, el oftalmólogo, hoy retratado como un
monstruo peor que Gadaffi.
Sobre los que pretenden defender los intereses nacionales, caen, como
sobre Hugo Chávez, montañas de basura mediática. Como no parece prudente ir de
lleno contra el nacionalismo económico, no sea que se despierte y se expanda,
la artillería se dirige contra el “populismo”, la bestia negra de la gente
bienpensante.
Habiendo quedado el nacionalismo
asociado a guerras atroces, los magos de la mercadotecnia lo han tenido fácil para
vender las maravillas de la globalización y disimular de paso la ausencia de
patriotismo que caracteriza a sus empleadores. Y es que, como dijo Marx, el dinero –que es de lo que se trata– carece de nacionalidad.
Sorprende lo fácil que ha sido convertir a los
Estados mismos, antaño orgullosos de sí, en meros lacayos de intereses
transnacionales, siempre dispuestos a acogotar a los pueblos con mano de
hierro. Por un lado tenemos los países llave, por el otro, en clara sintonía, a
los Estados que son “llaves” para el dominio de las masas humanas que están a
su merced. Hemos llegado al punto
en que se ha impuesto la loca creencia de que el antipopulismo militante es la
suprema virtud de un político serio. No es casual.
Como no es casual que Europa,
considerada ayer como un todo, como un polo alternativo llamado a sustituir al
soviético, con dulces perspectivas, esté hoy por los suelos, gobernándose
abiertamente contra los intereses de sus ciudadanos. En cuanto se pudo decir
(con Rifkin, en el 2004) que existía un “sueño europeo” en condiciones de tomar
el relevo al destruido “sueño americano”, el tinglado se vino abajo. Y es que
era molesto que hubiera algo razonable que oponer a las furias de Wall Street
y, encima, con un euro en condiciones de erigirse en una alternativa al dólar.
Dícese que Sadam Hussein se suicidó al anunciar que, en lugar de dólares,
utilizaría euros, y que Gadaffi se la jugó en cuanto planteó la broma de una
moneda africana con apoyatura en el oro. ¿Tonterías? Ya nos lo dirán los
historiadores.
No por
casualidad, los conflictos entre naciones se han visto sustituidos por
conflictos étnicos y religiosos, los cuales, debidamente atizados, han sido
utilísimos para reventar, uno tras otro, varios Estados que ofrecían
resistencia al plan de dominación global y que parecían indestructibles, más
indestructibles que la Europa en construcción. Se diría que por ahí hay gente
que ha tomado nota de la manera en que Hitler ocultó los problemas reales tras un
antisemitismo de múltiples usos. Mucho me temo que le estén copiando.
Los
reventados han sido precisamente aquellos que molestaban de un modo u otro al
despliegue de las mesnadas neoliberales. (He aquí, por cierto, un motivo de reflexión
para nuestros “nacionalistas periféricos”, que deberán desconfiar de cualquier
apoyo exterior que venga a infundirles ánimo. Pues hay expertos en el arte de
reventar países, según el principio del “divide y vencerás”. )
Estúdiese a cámara lenta la
desintegración de la Unión Soviética y los hilos que movieron a tales o cuales elites
independentistas. El caso de Chechenia merece ser estudiado con no menor
atención que el de Kosovo.
El
sacrosanto principio de la autodeterminación de los pueblos es especialmente
apropiado para ocultar maniobras de poder francamente inmundas, cruelmente
adversas al bienestar de los pueblos. ¡Como no será que hasta se usa como
pretexto para bombardearlos!
No es
cosa de que nos hagamos los tontos. Variaciones y modismos aparte, nuestra época
se caracteriza por ocultar a propios y extraños lo que antes se llamaba lucha
de clases, como se caracteriza por ocultar la explotación de los pueblos desde
remotas instancias de poder. Todo se disimula bajo el disfraz de una confrontación
étnica o religiosa, por un lado, y, por el otro, con aires de tecnocracia. Y esto sólo es posible por ejecutoria de
unos líderes que en otros tiempos habrían sido tildados de “vendepatrias” y
condenados al ostracismo. Parece contradictorio, pero no.
En
todas partes, vemos surgir a personajes que dicen tener una mano
muy firme para “servir al país”, al tiempo que lo venden sin contemplaciones y
sin regatear ni un poquito siquiera. Personajes como Menem, Yeltsin o Schröder aparecen como por arte de magia al mando
de las operaciones… Y permítaseme que no de nombres actuales.
Simplemente,
se ha impuesto el novedoso criterio de que los gobernantes tienen el derecho y el deber de actuar en contra de los intereses de la gente tras haberse apoderado de la
legitimidad democrática. Por lo visto, en estos tiempos
de la democracia de audiencia, dicha legitimidad está condenada a servir mecánicamente a una serie de políticas
antisociales, validando en todo momento la entrega de bienes y servicios públicos al mejor postor. Con lo que queda asegurado, para el vendedor, un futuro dorado. Por lo visto, ir contra la gente es lo que distingue a lo
buenos gobernantes. Porque ellos saben, siendo sus víctimas como niños
pequeños. Claro que también Vikun Quisling sabía… En su tiempo el enemigo al
que había que venderse se llamaba nazismo. El de hoy, capitalismo salvaje.
Desde una óptica extraterrestre, sin embargo, Quisling y los actuales
vendepatrias serán pulcramente clasificados en el mismo archivo.
Esta
crisis no es solo lo que parece (un accidente, un error, la obra de unas
manzanas podridas, etc.): hay que estudiarla en su contexto. Aunque uno se
quede sin dormir.